Autor: Yuvi López
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En algún momento hemos escuchado la famosa frase: «Nadie da lo que no tiene» pero, ¿es esta premisa aplicable en el ámbito educativo? Desde el preescolar hasta el posgrado se tiene contacto directo o virtual con un docente, una persona con emociones, sentimientos, percepciones e ideales, que es objeto de estudio de sus estudiantes, quienes descubren su comportamiento, incluso a distancia.
Día con día los maestros libran una batalla interna, ya sea emocional, mental, física, espiritual, económica, laboral, familiar o de cualquier otro aspecto; pero ¿cómo lidiar con el hecho de tener que mostrar la “mejor versión o la mejor cara” frente a un grupo de personas todos los días?
La educación emocional en las escuelas de Guatemala representa un componente esencial para el desarrollo integral de los estudiantes. No obstante, el Sistema Educativo Nacional ha relegado el bienestar emocional a un segundo plano, lo que ha contribuido al incremento de problemas como la ansiedad, la depresión y la apatía entre los alumnos.
Un estudio realizado por el Centro de Investigaciones Educativas de la Universidad del Valle de Guatemala (CIE-UVG) revela que, “el perfil socioemocional de los docentes y padres de familia, influye directamente en el proceso de enseñanza-aprendizaje”. El estudio destaca la importancia de enseñar el manejo de emociones, especialmente el control del enojo, y fomentar espacios de comunicación efectiva entre los actores educativos. Asimismo, se subraya la necesidad de capacitar a los docentes como mediadores activos del aprendizaje, en el marco de un currículo centrado en el estudiante.
La situación se ha visto agravada por la falta de estrategias sistemáticas de docentes que obstaculizan el aprendizaje socioemocional en el aula. El Currículo Nacional Base (CNB) reconoce explícitamente la relevancia de las competencias socioemocionales y recomienda la implementación de actividades que fortalezcan habilidades como la empatía, el autocontrol, la resiliencia, el liderazgo y la conciencia social. Estas capacidades permiten a los estudiantes enfrentar situaciones adversas, adaptarse a cambios inesperados y mejorar su bienestar general.
Esto implica que el docente debe ser un agente de bienestar en el aula, gestionando de la mejor manera posible sus sentimientos, pues las decisiones que tome determinarán el rumbo del clima en el aula. Cuando el compromiso, la felicidad y el amor inunden la mente y el corazón de los educadores, sobreponiéndose a los desafíos que enfrentan a diario en su ámbito personal; cuando los educadores procuren su salud mental y pidan ayuda profesional cuando sea necesario; cuando “den hasta lo que no tienen” por su noble labor y tomen conciencia de la plenitud de formar a sus estudiantes, tendremos una educación más humana. Las escuelas, centros educativos y universidades se convertirán en espacios seguros donde se formarán personas integralmente saludables, listas para compartir con alegría lo que han aprendido y brindar aquello que tanto le falta a nuestra sociedad: empatía.






