Autor: Jennifer Paniagua
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“Las niñas de Guatemala no murieron de amor, murieron porque el Estado las quemó”.
Anónimo
La madrugada del 8 de marzo de 2017, Guatemala despertó con una de las peores tragedias de su historia: 56 niñas encerradas bajo llave en el Hogar “Seguro” Virgen de la Asunción, 41 de ellas murieron y 15 más quedaron marcadas de por vida por las llamas y la indiferencia constante que consume al país. Aquella mañana las autoridades encargadas del resguardo y protección de las niñas decidieron que el encierro era el castigo adecuado por el clamor de libertad, mejores condiciones de vida y el cese de las violaciones a sus derechos.
Es imposible no sentir rabia e impotencia al entender la negligencia cometida por el Estado en este caso. El Hogar, que debía ser garante de protección, traicionó su mandato y no solo las abandonó, las castigó; la infamia no solo fue administrativa, fue política y humana. La tragedia de aquel 8 de marzo no constituyó un descuido, sino la expresión más cruel del sistema y la deshumanización de las personas que lo controlan.
La violencia que se vivía dentro del Hogar Virgen de la Asunción no era aislada; para 2017 ya se tenía conocimiento de violaciones a los derechos de las niñas: encierros prolongados, maltrato psicológico y físico, silencio ante denuncias y en palabras de las sobrevivientes, violaciones y abusos sexuales constantes. Al no evitar ni erradicar estos abusos, esta violencia era claramente encubierta por parte del Estado.
El incendio solo fue el desenlace de un patrón de represión, violencia y desensibilización por parte del Estado delegado en “autoridades pertinentes”. Las niñas gritaban pidiendo auxilio y que se les permitiera salir, mientras que los agentes de la Policía Nacional Civil permanecían inmóviles, haciendo chistes al otro lado de la puerta. Una imagen que simboliza, sin lugar a duda, la violencia sistémica del país.
La lucha no terminó ahí, la pesadilla tan solo iniciaba para los familiares de las niñas. Las primeras capturas se dieron días después del incendio; sin embargo, el debate oral y público dio inicio hasta 2022, cinco años después de la tragedia, lo que refleja la enorme demora del sistema de justicia y el incumplimiento de la justicia pronta prometida, que en consecuencia prolongó la impunidad de los implicados.
El dolor siete años después es palpable y sigue latiendo. Las familias cargan con la ausencia de sus hijas, y las sobrevivientes con las secuelas de lo sucedido. Después de 120 audiencias, 107 testigos y 45 peritos, se dictó sentencia condenatoria a seis de los siete los implicados, además del ordenamiento de investigación al expresidente.
No solo se trata de recordar una tragedia, se trata de comprender que este caso es un espejo de la sociedad en la que vivimos: indiferente, deshumanizada y sin empatía. Las 56 niñas no son una estadística, son el grito permanente que exige justicia y un alto a la violencia sistémica y encubierta por parte del Estado. Olvidar lo sucedido sería condenarnos a repetir la tragedia que, en palabras del Ministerio Público, pudo ser evitada aquel 8 de marzo de 2017.