Por: Anallenci Bertita Muñoz Rivera
Instagram: @Berti_tarivera o @Anallencibertitamuñoz8
Facebook: Anallenci Bertita Muñoz Rivera
TikTok: @anabertita

 

Imagina cargar una mochila llena de piedras todos los días. No la ves, pero la sientes. Con cada paso, pesa más. Intentas seguir adelante, pero el cansancio te consume. Ahora imagina que nadie nota tu carga o, peor aún, que te dicen que todo está en tu cabeza. Así se vive la salud mental en Guatemala. Pero, para muchos jóvenes, esa mochila también está llena de miedo, abuso y violencia sexual.

La salud mental no es solo la ausencia de trastornos; es el bienestar emocional, psicológico y social que nos permite enfrentar los desafíos diarios. Sin embargo, en nuestro país sigue siendo un tema ignorado, especialmente cuando se trata de mujeres jóvenes que han sido víctimas de violencia sexual. En lugar de apoyo, enfrentan el estigma, el silencio y la revictimización.

Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), cerca de mil millones de personas en el mundo conviven con algún problema de salud mental. En Guatemala, el acceso a servicios psicológicos es alarmantemente bajo: apenas el 15 % de la población recibe atención especializada. Y si eres mujer, joven y víctima de abuso, las barreras se multiplican: miedo a no ser creída, miedo al rechazo familiar, miedo a denunciar. Miedo, simplemente, a hablar.

La violencia sexual contra la mujer no es solo un acto físico: es una herida emocional profunda. La mayoría de las sobrevivientes carga con traumas que derivan en depresión, ansiedad, estrés postraumático y pensamientos suicidas. ¿Y qué ofrece el Estado guatemalteco? Muy poco. La salud mental sigue siendo un privilegio, no un derecho. El sistema no tiene suficiente personal, ni recursos, ni voluntad política para atender esta emergencia invisible.

En 2020, la pandemia agravó todo: se dispararon los casos de urgencias psiquiátricas, pero también aumentaron las denuncias de abuso sexual, muchas dentro del mismo hogar. Las jóvenes, encerradas y sin apoyo, vivieron su trauma en silencio. Y ese silencio mata.

Y lo peor es que seguimos normalizando. Seguimos culpando a las víctimas. Seguimos diciendo: “eso le pasa por su ropa”, “esos son temas privados”, “mejor no se metan”. Mientras tanto, las estadísticas de suicidio juvenil crecen, la autoestima se rompe desde edades tempranas, y los centros educativos siguen sin tener psicólogos ni educación sexual integral.

Pero no todo está perdido. Hay organizaciones, colectivos feministas, universidades y espacios juveniles que están levantando la voz. La Liga Guatemalteca de Higiene Mental, por ejemplo, trabaja desde hace décadas en la prevención y atención. Pero no es suficiente. Hace falta acción estatal. Hace falta presupuesto. Hace falta educación y, sobre todo, empatía.

La salud mental y la violencia sexual no son temas aislados. Son parte del mismo sistema que abandona a las mujeres desde que son niñas. Son parte del dolor que no se ve, pero que se siente todos los días en las escuelas, en las calles y en nuestras casas.

Entonces, ¿cuántas más tienen que sufrir en silencio para que empecemos a actuar?

Porque la salud mental no es un lujo, y sanar del abuso no es una exageración. Es un derecho urgente, sobre todo para las juventudes que han heredado un país que aún les niega el cuidado, la dignidad y la justicia.

Jóvenes por la Transparencia

post author
Artículo anteriorSorprendidos en el techo de una vivienda en Chimaltenango de la que intentaban robar
Artículo siguienteCiudadanos de primera y segunda