Linda Alay Medina. Trabajadora social.
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En Guatemala, ser mujer muchas veces significa crecer con miedo. Ese miedo que se nos instala desde pequeñas, con frases que hemos escuchado toda la vida: «No salgas sola», «No te vistas así», «No estés en la calle de noche». Todas llevan un mensaje implícito: si te pasa algo, la culpa es tuya. La violencia nos acecha en cada esquina, en el trabajo, en las redes sociales, incluso en nuestros propios hogares.
Para muchas de nosotras, caminar frente a un grupo de hombres se convierte en un acto de valentía, un desafío silencioso. Y, mientras se nos exige prudencia, silencio y recato, rara vez se cuestiona el comportamiento de los hombres. Por el contrario, la agresión sexual, el acoso y el control son justificados con frases como «ellos son así» o «es su instinto».
Según datos de las Naciones Unidas, la principal causa de muerte para mujeres entre los 14 y los 44 años no son las enfermedades ni los accidentes, es la violencia. Más del 70% de las víctimas de trata son niñas y mujeres. En este contexto, no es exagerado decir que vivimos una guerra no declarada contra nosotras. Una guerra que no se ve, pero que sentimos en cada rincón de nuestras vidas.
Y entonces surgen las preguntas: ¿Por qué no se combate la violencia contra las mujeres como un problema de derechos humanos? ¿Por qué no hay una lucha declarada, como la que se libra contra las drogas o el crimen organizado? La respuesta es dolorosa: porque la violencia y el miedo han sido utilizados como herramientas para mantenernos controladas.
Sin embargo, las cosas están cambiando. A pesar de los pocos grupos fundamentalistas que intentan frenar nuestro avance, a pesar de las voces que nos quieren callar, las mujeres guatemaltecas, la mayoría en este país, seguimos construyendo esperanza. Desde los diferentes departamentos, nuestras abuelas nos han dejado un legado de lucha y dignidad. Ahora, sabemos que no basta con denunciar; es imprescindible transformar las estructuras que nos oprimen.
Queremos una Guatemala donde nuestra humanidad no sea puesta en duda, donde nuestros derechos no estén en discusión y donde ser mujer no implique vivir con miedo. Ya basta de que nuestra existencia y nuestros derechos sean cuestionados cada vez que cambia el gobierno. El respeto y la dignidad de las mujeres no deben depender de la voluntad de quienes ocupan el poder, sino ser un derecho fundamental.
Para lograr esta transformación, necesitamos de todos los sectores de la sociedad. La lucha por la igualdad y el respeto debe ser colectiva, y es crucial que los hombres asuman su responsabilidad activa en ella. No se trata solo de que las mujeres alzemos la voz, sino de que ellos, como parte fundamental de la sociedad, cuestionen sus propios privilegios, actitudes y comportamientos.
El concepto de nuevas masculinidades es esencial en esta transformación. No es suficiente con que los hombres dejen de ejercer violencia explícita; deben romper con los estereotipos que los limitan, que los reducen a patrones de agresión, control y dominio. Aprender a convivir sin la necesidad de imponer poder sobre las demás personas, y ser vulnerables, cuidadosos y solidarios en las relaciones interpersonales.
Los hombres deben involucrarse también en los trabajos de cuidado, no solo en los que se asocian con su rol tradicional, sino en aquellos que sostienen la vida y el bienestar. Es más difícil destruir algo que se ha cuidado. Por eso, al participar activamente en las tareas de cuidado, los hombres no solo contribuyen al bienestar de las niñas y las mujeres, sino que también participan en la transformación de nuestra sociedad, construyendo un entorno más igualitario.
Los hombres no nacen violentos, es la sociedad la que les enseña a serlo. Pero también es posible enseñarles a ser mejores, a ser aliados, a cuestionar el machismo que los ha formado. Nos aferramos a la esperanza de que el cambio es posible, nos aferramos a la vida, no porque seamos ingenuas, sino porque nos negamos a resignarnos al horror de vivir con miedo.
Juntas y juntos, podemos construir un futuro libre de violencia.