Autor: Luis Javier Medina
Politólogo en formación
Investigador social
Coordinador editorial en materia política para la ONG Students For Liberty
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Instagram: Javier_chapas
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La discusión pública está plagada de dicotomías que se repiten sin mayor análisis. Históricamente, las etiquetas han sido usadas por políticos de todo tipo, desde Hitler, pasando por Hugo Chávez o, sin ir más lejos, personajes guatemaltecos como Serrano Elías. Dicha tendencia se ha exacerbado gracias a la proliferación de las redes sociales y la democratización de la información.
Pero, ¿de qué dicotomías hablo? Hay tres principales que circulan por doquier y que seguramente en alguna ocasión las hemos replicado, me refiero a: buenos vs malos, élite vs pueblo y corruptos vs no corruptos. La primera posee una connotación moral, la segunda una connotación socioeconómica y la tercera una connotación legal.
Aunque la lógica es la misma, al menos, a grandes rasgos. Se tiene a un grupo que se considera la raíz del mal, que es un cáncer para la sociedad y al que se le debe arrebatar el poder. Este puede representarse desde una visión moralista (los impíos, los que carecen de valores indispensables para la sociedad) o bien por su condición socioeconómica (la oligarquía, los empresarios, los intereses imperialistas). En el caso de la tercera dicotomía, la narrativa apela a lo jurídico, pero también se entremezcla con aspectos éticos y morales.
En la otra cara de la moneda se encuentran los “buenos”, los “representantes del pueblo” y los “incorruptibles”. Por supuesto, nadie quiere estar del lado de los malos. En el caso de la etiqueta “los buenos” lo que busca el político es apelar a principios morales que se supone tiene y el enemigo carece. El partido político puede apelar incluso a la religión. El resultado es la producción masiva de discursos moralizantes y divisivos. Como una inquisición moderna indican que está bien y mal, por supuesto, según sus propios intereses.
La dinámica es similar para las otras dos etiquetas. El supuesto “líder” del pueblo ataca y señala culpables en las élites económicas y, apelando a una narrativa reduccionista, propicia la confrontación social, la polarización y el odio generalizado al empresariado. Similar situación ocurre con los “incorruptibles”. La mayoría nunca ha estado en política, son outsiders o personas que supuestamente no han cometido delitos. Qué mejor ejemplo que el caso del expresidente Jimmy Morales con su famoso lema “ni corrupto ni ladrón”.
Pero tales discursos no terminaron con Morales, al contrario, se han acrecentado. Tanto desde la izquierda, sea radical o socialdemócrata, como también de la derecha rancia y putrefacta del país, se vislumbran tales narrativas, cuyo resultado es dividir y minar toda posibilidad de consenso.
Sencillamente, no podemos llamar a alguien malo o corrupto solo porque no piensa igual que nosotros. Lamentablemente, algunos simpatizantes e incluso integrantes del gobierno actual promueven dicho discurso en redes sociales. Asimismo, no podemos llamar a alguien comunista únicamente por el hecho de que está un poco a la izquierda de cierta escala de valores. Igual sucede con la izquierda radical que llama fascista a todo lo que mínimamente se aleja de sus postulados.
Si no paramos esto y no nos volvemos responsables con lo que decimos, estaremos generando un clima de polarización perfecto para que, dentro de unos años, los valores que sostiene la democracia guatemalteca sucumban a merced de un Bukele a la guatemalteca o un Nicolás Maduro a la chapina.
Construyamos puentes, aprendamos a vivir en diversidad, no nos matemos entre nosotros, que en río revuelto ganancia para los políticos siempre habrá.