Por Adam Franco
Estudiante de doble carrera de Ciencias Jurídicas y Sociales y de Relaciones Internacionales con especialidad en Analista de Política Internacional, ambas en la Universidad de San Carlos de Guatemala.
Ig: Buer.42
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Últimamente, parece muy común encontrarse con el popular reclamo de: “¿y para cuándo…?” Esa duda punzante que aparece tanto al recorrer distintos espacios de opinión, como en la intimidad de los análisis que realizamos en solitud y que nunca llegan a ver la luz.
Exigir el: “¿Y para cuándo?” si bien puede suponer el aumento (encomiable) de pensamiento crítico y agudeza por parte nuestra, al mismo tiempo, también refleja una encubierta deshonra hacia nosotros y hacia nuestro pasado, aspectos en los que merece la pena ahondar.
Hace un año, en fechas como estas (en las que nuestros anhelos y pesares eran distintos) la gran mayoría de nosotros estaba deseosa de las condiciones que (sí, se dieron) tenemos al día de hoy. Inquietos, efusivos, esperanzados o quizás abrumados por el pesimismo aplastante de nuestra mezquindad, todos estábamos a la expectativa del posible nuevo comienzo que se avecinaba.
Como suele suceder, el tiempo se encarga de materializar lo que pudieron haber sido otrora creencias u objetivos, pero cuando la realidad nos parece tan incompleta es porque, o estamos apenas en la mitad (difusa) del proceso emprendido o porque desde un principio no teníamos claridad cierta de lo que deseábamos.
Muchas veces, cegados por el idealismo de las expectativas, olvidamos que toda voluntad aplicada a un objetivo o a un deseo supone detrás de sí profundos esfuerzos, y, por consiguiente, dolores y resiliencia. Pero cuando la perplejidad se hace constante, y se aparece fantasmagórica en el pensamiento la pregunta: “¿Era esto lo que queríamos?”, es ahí cuando podemos intuir que nuestra autocomprensión nos ha sobrepasado.
Densa incertidumbre supone el no entender qué queremos, y hallarse en la vaguedad del creer que nos vendieron la idea (tal vez errónea) de que esto era lo que queríamos. Ante ello a veces en nuestra defensiva solemos buscar culpables, pero resulta inútil acusar a alguien o a algunos de ser vendedores de sueños.
No resulta fácil, por más que uno se autodenomine poseedor de madurez, el adentrarse en lo más recóndito de nuestro deseo, ya sea porque lo conocemos únicamente de forma abstracta, o porque uno puede llegar a embriagarse de remembranzas en tales alturas; es parte de sufrirse a sí mismo.
Pero si uno no se somete a tal exposición, se condena a un laberíntico caminar plagado de sinsabores, persiguiendo sueños ajenos y emulando las satisfacciones del resto, creyendo que todo eso un día nos hará sentir más felices.
De la ceguera propia de nuestra enajenación surge también la necesidad de una figura externa que responda a nuestro dilema: “Esto es lo que tú quieres, y por eso debemos hacer esto para alcanzarlo”, necesidad de la que se pueden aprovechar “líderes” o de la que puede resultar comparar deshonrosamente nuestro presente con escenarios pasados, muchas veces embellecidos y manipulados.
Cuántas veces habremos realizado cosas que iban en contra de nuestro interés por preferir creer que estábamos alcanzando algo que nos supondría estar por encima de los demás. La emotividad excitante que provoca esto último, aunque puede satisfacer nuestra necesidad de importancia y reconocimiento, no suprime esa voz interior que nos recuerda (tercamente) “¿Y para cuándo…?”
Por ello, cuanto más nos preguntemos por qué no hemos alcanzado cierto umbral, cierta condición o cierta solidez, es porque quizás debamos responder no explicándonos causalidades inmediatas, sino entendiendo qué era lo que realmente queríamos alcanzar con nuestro accionar.
Y eso es despertar para propiciar una verdadera proactividad, y no esperar un primer movimiento del otro, que quizás nos dirija a donde no queríamos, o a donde no soñábamos, a no ser que fuera en nuestras más sombrías pesadillas.