Por Adam Franco
Estudiante de doble carrera de Ciencias Jurídicas y Sociales y de Relaciones Internacionales con especialidad en Analista de Política Internacional, ambas en la Universidad de San Carlos de Guatemala.
Ig: Buer.42
francosantizo42@gmail.com
fcccmarcodeaccion@gmail.com
El panorama social y político de nuestro país es, nuevamente, desesperanzador. La época que más debería de despertar el espíritu ciudadano es foco de una vulgar competencia circense, que de político ofrece muy poco. Por lo mismo (y al ser ya intrínseco de la “política” guatemalteca), no hace falta ahondar demasiado en la opinión pública de cualquier sector para darse cuenta que prevalece una percepción generalizada de disgusto, desconfianza y resentimiento hacia la cosa pública, hacia nuestro sistema “democrático” y hacia el porvenir de nuestra sociedad.
Naturalmente, en un contexto así de sombrío, cualquier discurso de reivindicación y de ímpetu se vuelve pírrico e inverosímil; inclusive dentro de los espacios académicos y de injerencia se ha desvalorizado el discurso optimista de creer que la historia esta vez será diferente. Dicho de otra forma, todos sabemos que nuestra sociedad es una sociedad fallida y que no deberíamos de ilusionarnos con la esperanza de que habrá cambio alguno; pero ¿qué hacemos con esa convicción?
Para entender de mejor forma qué se debe hacer frente a un panorama de esta índole, podemos apropiarnos de la situación y reflexionar acerca de qué haríamos si la misma fuera mucho más personal. ¿Cuántas veces habremos tenido en nuestras vidas situaciones de completa desesperanza? Tarde o temprano, es un escenario que todos atravesamos. Por supuesto, dependiendo de las vivencias del lector, las habrá afrontado de manera distinta; quizás algunas con más brío que otras.
Cuando sufrimos una situación así y nos condiciona nuestro propio futuro (y a veces el de nuestros seres queridos) nos convertimos en personas diferentes; contrarias al fatalista que piensa que nunca nada va a cambiar, contrarios al anti todo que, aun sabiendo que es capaz de contribuir a que las cosas cambien, no lo hace por su apatía y/o egoísmo.
Si buscamos en los rincones de nuestra memoria encontraremos que, a nivel personal, hemos utilizado el contexto por más difícil que este sea, para buscar y proponer soluciones a nuestros problemas. Y quizás a partir de esas soluciones se han dado cambios sustanciales en nuestras vidas.
Por ende, es complicado tratar de comprender por qué en situaciones como la nuestra (a nivel país) en la que el cambio es más que necesario, en donde puede tener más impacto y levantar más los ánimos, es cuando menos apostamos por este.
Es nuestro deber evitar el fatalismo y el nihilismo electoral; y no pensar que no vale la pena hacer el mínimo esfuerzo por contribuir al país. Porque a lo mejor si tuviéramos más entereza para informarnos, para rechazar la pusilanimidad y para animar a quienes forman parte de nuestro círculo, podríamos ver este año una verdadera oportunidad de cambio.
Ahora bien, tampoco sería legítimo mentirle al lector, y negar que se estará enfrentando a un sistema enrevesado; aun así, no debemos de dejar que la desesperanza nos encoja de brazos, sino que nos impulse a avanzar, y que sea ella el estímulo que nos convenza de que somos nosotros los responsables de generar una transición para todos.
Porque estamos cansados de que las cosas sigan siendo como son, de ver cómo nos mienten, cómo nos utilizan y cómo se aprovechan de la indiferencia. Porque estamos rodeados de oscuridad, y en vez de ayudar a generar luz, nos conformamos con cerrar los ojos ante la realidad. En momentos así, sólo la voluntad comunitaria fuerte y decidida puede impulsar el cambio; porque el ya no querer ver lo mismo es razón suficiente para forzar algo distinto.
En un país donde el pensamiento pragmático, rígido, duro, insensato y de ensimismamiento sobra, de vez en cuando hay que ver las cosas desde una perspectiva más idealista. Y qué mejor que empezar con la convicción de que el ideal de algo mejor depende de nuestra voluntad. Ya esos mensajes y discursos que incitan al progreso partiendo de que aún existen las condiciones adecuadas son insulsos e inútiles; lo de hoy sólo nos alcanza para la desesperanza, pero dependerá de nosotros si le podemos sacar provecho y si la utilizamos como el primer paso para avanzar.
La desesperanza puede ser un arma de doble filo, puede ser el último clavo de una muerte lenta, o puede ser la escalera hacia un cambio decidido. Queda en usted cómo la va a utilizar.