El 20 de noviembre de 1924 vino al mundo Roberto González Goyri, quien es reconocido como uno de los mejores artistas de Guatemala pero que fue, además de un extraordinario virtuoso de las Bellas Artes, un excepcional ser humano por su sencillez y profundidad, producto de valores que le hicieron vivir de acuerdo a sólidos principios que proyectó en sus maravillosas pinturas, estatuas y murales, pero sobre todo en la vida diaria, en ese trato cotidiano con el que dio tanto a todos los que tuvimos el honor, el placer y el enorme gusto de conocerlo.
Recientemente estuvimos en la que fue su casa y templo de trabajo atendiendo una invitación que nos hizo a mi esposa María Mercedes y a mi su viuda, Carmen Pérez Avendaño de González Goyri, tía de mi mujer, como hubiera escrito mi suegro, Carlos Pérez Avendaño. Ella quería entregarnos la edición del libro que contiene las cartas que desde Nueva York le escribió a ella durante los años de estudio y especialización en esa ciudad tan reconocida por albergar no solo grandes museos y exposiciones, sino también por sus academias en las que se terminó de formar Roberto.
Para las generaciones actuales es imposible entender lo que significaba estar lejos de la familia y los seres queridos durante tanto tiempo en aquellos años, finales de los 40 y principio de los 50, en los que no existía siquiera la facilidad de las comunicaciones telefónicas, pues en esos años la mayoría de hogares guatemaltecos no tenían siquiera teléfonos, no digamos internet. Y desde agosto de 1948 al mismo mes de 1951 la comunicación entre ambos fue mediante esas maravillosas cartas que él escribió a su novia relatando no solo la maravillosa experiencia que le permitía tener gracias a una beca otorgada en el gobierno de Arévalo, sino las penas, dificultades, limitaciones y reflexiones que de una u otra manera también marcaron su vida.
Yo tuve la suerte de conocer a Roberto hace 55 años, cuando él estaba por cumplir 45; para entonces ya era uno de los más reconocidos artistas del país con una enorme producción no sólo de pinturas y esculturas adquiridas por muchas personas, sino por sus impresionantes obras públicas entre las que destacaban los murales del Centro Cívico y la conocida estatua en el monumento a Tecún Umán, situado en la zona 13. Roberto era justamente de la edad de mi padre, quien siempre le tuvo gran aprecio y respeto, pero el vínculo conmigo vino de mi boda con su sobrina política, la misma de quien habla en las últimas cartas enviadas a su novia antes de regresar a Guatemala, pues le relata a Carmen el nacimiento en Nueva York de su primera sobrina.
Me devoré ese epistolario en el que se puede ver la profunda visión de la vida que tenía Roberto y cómo esos principios y valores fueron el cimiento de su producción artística. No era alguien que produjera obras para vender, sino para comunicar algo, para transmitir su propio sentido de la vida, enfatizando siempre sus orígenes y creencias.
Por todo ello pienso que no es simplemente el centenario de un gran artista, sino el de alguien que en todo el sentido del concepto se puede catalogar como un Gran Hombre, alguien especial por su sencillez que contrastaba con su incomparable talento, pero que era producto de los aprendizajes en familia, de las reflexiones profundas en esos años de formación y soledad vividos en Nueva York y luego en el seno del bello núcleo familiar que él y Carmen formaron con el mismo cariño y dedicación que siempre puso en cada una de sus obras de arte.