Oscar Clemente Marroquín

ocmarroq@lahora.gt

28 de diciembre de 1949. Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales, Periodista y columnista de opinión con más de cincuenta años de ejercicio habiéndome iniciado en La Hora Dominical. Enemigo por herencia de toda forma de dictadura y ahora comprometido para luchar contra la dictadura de la corrupción que empobrece y lastima a los guatemaltecos más necesitados, con el deseo de heredar un país distinto a mis 15 nietos.

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La Superintendencia de Administración Tributaria se propone avanzar en la formalización de mucha de la actividad económica que ahora se realiza sin cumplir los requisitos de registro y tributación que dan más seriedad a cualquier negocio, tarea que es importante y que en otros países ha rendido importantes frutos, no solo desde el punto de vista de la tributación sino de ventajas para los clientes que tratan con empresas serias. Sin embargo, el esfuerzo tiene algunas complicaciones derivadas de nuestra penosa realidad, porque mucha gente entiende que al proceder al registro y formalización de su esfuerzo empresarial no solo tendrá que pagar tributos, como debe ser, sino que se ve sometida a arbitrarias exacciones como la que hace, justamente ahora, el Ministerio de Ambiente.

De entrada anuncian que quien solicite su registro tendrá que pagar una multa de cinco mil quetzales, además de lo que deberá pagar de honorarios a los “expertos” autorizados por el ministerio para efectuar los estudios de impacto ambiental, todo ello sin que importe ni el tamaño de la empresa ni el giro de su actividad económica. Simplemente, se establece un requisito que no produce beneficio alguno, porque, una vez hecho el registro, ya nadie se preocupará por alguna supervisión, salvo en caso de que pueda producirse una nueva exacción.

Cito este ejemplo porque es el que está latente y tiene a mucha gente preocupada por la evidente actitud arbitraria de las autoridades que, además de la multa, benefician a un selecto grupo que ellos califican como “expertos” y que tienen que ser contratados a puro tubo por las empresas para poder realizar el trámite de registro. Entenderán los directivos de la Superintendencia de Administración Tributaria que casos como el señalado desincentivan a cualquiera que pretenda formalizar el giro de sus negocios porque todo mundo entiende y sabe que, en todo eso, lo que menos le importa al referido ministerio es el cuidado del medio ambiente, pues su finalidad es muy distinta.

Eso sin mencionar que cada día se escucha a más personas que se lamentan de tener que cumplir con impuestos cuando es obvio que ese dinero, con el que se contribuye al sostenimiento del erario, terminará en alguna de las maletas que el célebre Benito dejó como muestra rotunda del destino de la plata que genera el sistema impositivo. Como no hay obra sin sobra, eso significa perjuicio para el contribuyente porque el dinero que se paga en coimas sale de los sobreprecios de las obras y no del dinero bien habido de los contratistas.

Si no hay sobreprecio en los contratos, los empresarios que participan no pagarían ni un centavo de mordida, pero cuando se pacta el soborno se está garantizando al particular que lo que deberá pagar saldrá de la extraordinaria utilidad que le significa realizar un proyecto vilmente sobrevalorado. En otras palabras, el dinero que enriquece tanto a los funcionarios como a los contratistas sale de lo que el ciudadano paga de impuestos. Y por ello es que hay tanto lamento cuando se tiene que cumplir la obligación fiscal.

La formalización de la economía es necesaria e indispensable, pero recordemos que si duele pagar impuestos cuando el dinero se invierte bien para beneficio de toda la gente, cuánto más cuando esa plata termina enriqueciendo a los pícaros, esos que, ahora resulta, no cometen enriquecimiento ilícito.

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