En la primera quincena de diciembre Oscar, nuestro hijo mayor, nos comunicó que su suegra, Ileana Álvarez de Hormaeche, tenía problemas serios de salud y que ellos vendrían con sus hijos desde Pittsburgh a Guatemala para compartir con ella la Navidad, lo cual hicieron y pudieron verla y pasar buenos momentos con ella y con su esposo, el gran José María Hormaeche Diez, pensando en regresar nuevamente el viernes 14 de enero, aprovechando el feriado del Día de Presidentes, pues su frágil condición les hacía temer lo peor. El mal que le aquejaba no esperó y el sábado 8 de enero por la tarde falleció la que fue toda su vida una mujer de gran temple, una auténtica matriarca que se esmeró por sus hijos, su marido y sus hermanos, forjando una bonita familia que hoy la llora sin consuelo.
Yo la conocí hará casi treinta años cuando Oscar y Tania, nuestra nuera, formalizaron su noviazgo y fuimos a cumplir con aquella añeja costumbre de acompañar al hijo en la pedida de mano. Yo sabía que ella venía de la familia de los Álvarez Varona, españoles radicados en Guatemala que se dedicaron a la hotelería y de quienes yo había escuchado muchas historias porque cuando mi abuelo regresó del exilio tras la renuncia de Ubico, fue a hospedarse en uno de los establecimientos de ellos y cuando se identificó para registrarse, el propietario le dijo que siendo quien era él nunca tendría que pagar un centavo por el hospedaje puesto que él y Guatemala tenían mucho que agradecerle por su lucha contra la dictadura. Pocos días después mi abuelo fue capturado por orden de Federico Ponce Vaides y expulsado del país “por cordillera” rumbo a El Salvador en donde permaneció hasta que Jacobo Árbenz le contactó para ponerlo al tanto de los planes revolucionarios y le pidió que se fuera a Tapachula para comandar un pequeño contingente de rebeldes.
Mi abuelo tuvo un eterno agradecimiento para los Álvarez Varona y fueron muchas las veces que me relató esa historia. Cuando conocí a Ileana le conté el detalle, sabiendo además que para entonces ya su esposo, Chema, era dueño del Hotel Colonial, en la séptima avenida de la zona 1, siguiendo con esa tradición familiar.
Muchas veces coincidimos en viajes a Marco Island a donde ellos llegaban para ver a su hija cuando Oscar tenía vacaciones en el proceso de especialización como cardiólogo intervencionista y luego con Ileana en Pittsburgh, a donde llegó para todos los acontecimientos de los nietos durante sus primeras etapas académicas. Pero yo especialmente hice una estrecha relación con José María, quien desde que Oscar y Tania contrajeron nupcias me invitó a ser parte de un grupo que tenía junto a varios amigos españoles y que llamaban la Bisagra. Una vez al mes el almuerzo se convertía en una jornada de buena comida, tragos, largas conversaciones, juegos de naipes o de dados hasta entrada la noche.
La forma en que Ileana fregaba a mi suegro, Carlos Pérez Avendaño, era célebre y las veces que pasamos en Marco el cumpleaños del médico, sus bromas eran el centro de atención.
Durante la pandemia no vi a los Horma ni en la Barra de don Paco ni en ningún otro sitio porque todos nos refundimos para cuidarnos. Anoche que llamé a Chema lo escuché sollozar desgarrado por el dolor de la muerte de Ileana y hoy la reitero a él, a su hijo José Alejandro, a Andrés y Martín y a sus cuñados Silvia y Felipe Antonio, un fuerte abrazo compartiendo con mis hijos Oscar y Tania y los nietos Andi, Oscar y Nacho la gran pena y dolor.