Siempre he creído que así como los ciudadanos tenemos derechos, también debemos cumplir con nuestras obligaciones y una de las más polémicas es la de carácter tributario. No obstante que puede demostrarse con cifras y datos que los países donde hay mayor responsabilidad tributaria son los que más prosperan porque puede haber una más sólida inversión en el desarrollo humano, la resistencia a los impuestos es ancestral y recordemos que ya en el Evangelio se plantea a Jesús la pregunta de si había que pagárselos al César en esos tiempos de dominación romana sobre el pueblo judío.
Y una eficiente administración tributaria y una ciudadanía que cumple con sus obligaciones fiscales no debieran ser simplemente el recurso para aumentar el dinero del erario, sino también debieran ser el pilar de una eficiente fiscalización de esos recursos porque en la medida en que todos contribuimos, también todos tenemos el derecho de saber cómo se invierte y se gasta el producto de la recaudación fiscal.
Sin embargo, en un Estado prostituido por la corrupción y donde las instituciones se ponen al servicio de los más perversos intereses, la administración tributaria puede jugar un papel como el que ahora tiene asignado el Ministerio Público, es decir, premiar a los amigos y perseguir a los que combaten ese modelo perverso. En Guatemala el Presidente de la República tiene facultades para exonerar multas y recargos por impuestos no pagados y eso ya es una poderosa herramienta para “alinear” a los que puedan estar pensando en que el país va por un rumbo equivocado, pero si la Superintendencia de Administración Tributaria se convierte, además, en un remedo de lo que es el MP, resulta que puede iniciarse una persecución por temas relacionados con los impuestos contra todos aquellos que se salgan de la línea de obediencia, sometimiento y apoyo a la política oficial a favor de la corrupción y la impunidad.
Por ello es que es tan necesario comprender hasta dónde nos puede llevar un Estado cooptado por la corrupción, porque su poder para someter a los ciudadanos no está únicamente en el uso de la fuerza, sino que si las instituciones dejan de cumplir con sus deberes reales y se convierten en herramienta para el acoso de aquellos que no se someten fácilmente, todo mundo queda expuesto a los caprichos y el rato menos pensado le puede caer la viga.
Muchos ciudadanos ven el deterioro institucional como algo malo y desagradable, pero no perciben sus efectos en el día a día, sobre todo aquellos que no dependen ni de los sistemas públicos de salud, educación y seguridad, sino que se proveen de esos servicios con sus propios recursos. Sabemos que la cosa no anda bien pero no sentimos en el día a día los efectos de la destrucción de la institucionalidad, especialmente si estamos dentro del limitado círculo de privilegiados que tiene este país, pero la acumulación de todos los poderes al servicio de una funesta causa terminará costando caro a todos, porque ese poder absoluto que deriva del control perverso de todo el aparato público hará que cada día se cometan más desmanes. Al reflexionar sobre el curso que lleva Guatemala, debemos empezar a preocuparnos seriamente.