Los partidos clientelistas de América Latina son análogos a los political machines estadounidenses de hace un siglo. La forma en que lograron erradicarlos entonces ofrece lecciones valiosas para nuestra presente lucha contra la corrupción.
En los estados de EE. UU., durante gran parte del siglo XIX y comienzos del XX, los partidos políticos atraían simpatizantes ofreciendo incentivos tangibles, como contratos, cargos e impunidad. Los puestos públicos se arrendaban, la renta era su provecho para avanzar los intereses del partido y sus líderes; esto incluía ofrecer beneficios ilícitos a políticos, a sus patrocinadores y a sus militantes. Así pues, el clientelismo era la principal herramienta para conseguir adeptos y fomentar la lealtad hacia los jefes de partido.
Sin embargo, la corrupción en los estados de EE. UU. nunca alcanzó los niveles extremos que vemos en América Latina. Esto se debió, en parte, a que en aquella época el alcance del Estado era limitado, y algunos puestos de poder, como los de los fiscales y sheriffs, eran decididos por votación popular, lo que permitía cierta independencia. Aun así, los partidos poseían un gran control sobre la esfera sociopolítica (cargos, contratos, investigaciones, etc.) y podían recompensar o amenazar a familiares y partidarios de cualquier funcionario, con la consecuente relación de interés entre supuestos contrapesos. La misma problemática afecta a América Latina.
A principios del siglo XX, el crecimiento industrial, la inmigración hacia las ciudades y la expansión del Gobierno aumentaron las consecuencias negativas de los partidos clientelistas en Estados Unidos. Esto llevó al surgimiento de movimientos ciudadanos que buscaban poner fin a este problema.
Se probaron varias estrategias para combatir la corrupción. Una de las más populares era elegir a candidatos que pregonaban los valores y el bien; sin embargo, una vez en el poder, estos caían en las mismas prácticas clientelistas que criticaban. Otra estrategia fue intentar un cambio radical en el sistema político, eligiendo a nuevos líderes considerados «buenos» o «independientes»; no obstante, esto solo cambiaba los nombres de aquellos en el poder sin abordar las raíces del problema, y con frecuencia, al ser movimientos populistas, se veían motivados a aumentar el tamaño del Estado y el clientelismo. Incluso se intentaron rebeliones armadas para derrocar a élites percibidas como corruptas, como la batalla de Atenas (1946) en Tennessee, pero esta estrategia compartió el mismo destino que la anterior.
La solución finalmente llegó a través de reformas estructurales en el Gobierno que eliminaron las herramientas usadas por los políticos para comprar conciencias y votos. El éxito se basó en experimentar con el fin de descubrir los instrumentos más efectivos para eliminar los conflictos de interés o, cuando esto no era posible, fortalecer los frenos y contrapesos. Estas reformas incluyeron la designación de la mayoría de los servidores públicos basado en el mérito, a través de comisiones de notables civiles; la selección de jueces por parte del gobernador (presidente estatal) a partir de ternas propuestas por consejos civiles, seguida por plebiscitos periódicos para reanudar sus cargos; la elección no partidista de sheriffs y fiscales; y muchas otras. Estos cambios estructurales tuvieron un impacto transformador en la conducta de los partidos, de los políticos y de los funcionarios.
Cabe señalar que las mismas estructuras gubernamentales funcionaron en los cincuenta estados de EE. UU. —a pesar de las marcadas diferencias culturales, económicas y políticas entre ellos— debido a que estas responden a la naturaleza humana.
La gran ventaja para América Latina es que ya existen soluciones comprobadas y compatibles con nuestros sistemas políticos. El desafío radica en dar a conocer estas soluciones y promover su adopción.