En América Latina, el poder estatal a menudo se emplea para servir intereses particulares en lugar de buscar la justicia y el bien común. Esto pone de relieve un desafío fundamental: las leyes son creadas, interpretadas y aplicadas por personas, y esto puede llevar a su uso en beneficio propio.
En respuesta a este desafío, la filosofía del imperio de la ley busca establecer la supremacía de la ley sobre las personas, incluidos los funcionarios. Esto implica que la ley se ha de aplicar a todos por igual; es decir, aquellos que crean, interpretan y aplican las leyes deben hacerlo al margen de su interés personal. Pero ¿cómo lograr esto?
Para comprender cómo numerosas sociedades se acercan a este ideal, es esencial distinguir entre los objetivos que se persiguen, la filosofía del imperio de la ley y los instrumentos necesarios para hacerla realidad.
Los objetivos incluyen fortalecer la justicia, la seguridad, los derechos individuales y la prosperidad. Por supuesto, el entendimiento de estos evoluciona con el tiempo, la cultura y las circunstancias, así como lo debe hacer la ley.
Contar con objetivos, sin embargo, no asegura que estos coincidan con el interés personal de los políticos o los funcionarios. Ante esta realidad, emerge la filosofía del imperio de la ley, una teoría de gobernabilidad que se apoya en una serie de estructuras legales y sociales empleadas para promover el orden al prevenir el ejercicio arbitrario y caprichoso del poder estatal. Esto significa que, a través de la organización del poder dentro del Gobierno, se debe asegurar que quienes crean, interpretan y aplican las leyes sean imparciales y profesionales, para que sus decisiones no sean tomadas de forma arbitraria.
Los objetivos y el imperio de la ley están relacionados, pero a la vez son dos asuntos distintos. El entendimiento de lo que es justo no garantiza que aquellos encargados de crear, interpretar y aplicar las leyes lo hagan de manera imparcial y lógica. Por el contrario, es prácticamente seguro que los políticos y los funcionarios actuarán en función de sus intereses personales, y esto no se puede evitar. Entonces, ¿cuál es la solución?
La clave para lograr el imperio de la ley radica en una serie de instrumentos que promueven la imparcialidad y la lógica, además de frenos y contrapesos que dificultan el uso arbitrario de la autoridad. Estos instrumentos incluyen elecciones libres, un sistema legal profesional y códigos de conducta ética. Sin embargo, la experiencia ha demostrado que estos elementos, por sí solos, no resultan suficientes.
La pieza faltante son los instrumentos organizacionales que reducen los conflictos de intereses, en especial, la dependencia por parte de los funcionarios hacia los políticos. De hecho, quitando prejuicios, como el racismo, una persona que no sufre un conflicto de intereses es neutral y, por lo tanto, imparcial. Esta independencia se puede lograr, por ejemplo, al impedir que los políticos controlen la asignación de plazas gubernamentales.
En este sentido, el caso de Nueva York es muy ilustrativo. Su Constitución establece que el fiscal general se elija democráticamente, que los fiscales de distrito sean seleccionados a través de elecciones no partidistas y que sus subalternos sean designados por méritos bajo la dirección de una comisión civil independiente. En contraste, muchos países de América Latina presentan estructuras gubernamentales elaboradas con el fin de fomentar la dependencia política y el clientelismo, lo que a menudo conduce a la mediocridad y a la parcialidad en la toma de decisiones.
Para establecer la supremacía de la ley, será necesario adoptar estructuras gubernamentales que reduzcan los conflictos de intereses. Esta es la pieza faltante en nuestros países, y algo compartido por todos los pueblos que gozan del imperio de la ley.