Miguel Erroz

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En América Latina, persiste esta pregunta: ¿por qué los dirigentes políticos no utilizan su poder sobre la burocracia para promover el interés común? A menudo, los funcionarios que abusan de sus cargos no son sancionados adecuadamente. ¿A quién se ha de culpar por esto? A los políticos, por cómplices y, acto seguido, a la ciudadanía, por elegirlos. Sin embargo, la raíz del problema es más compleja.

En realidad, los funcionarios son conscientes de las expectativas de sus jefes políticos y del riesgo de castigo si no las cumplen. Las sanciones pueden incluir la eliminación de un departamento, la reducción de fondos, la destitución del funcionario o la retirada de beneficios para sus familiares. Esto puede emplearse para presionar a los funcionarios, no solo para actuar en beneficio público, sino también para favorecer los intereses personales y partidistas de los gobernantes.

Los políticos, a su vez, también enfrentan presiones. Para alcanzar y mantener el poder, deben asegurar el respaldo de una coalición de colaboradores que incluye patrocinadores, militantes y politiqueros. Estos respaldan a quienes les ofrecen beneficios. En consecuencia, esto lleva a los políticos a usar todas las herramientas disponibles para cumplir las expectativas de sus colaboradores.

De esta manera, las herramientas constitucionales que permiten presionar a los funcionarios motivan que los colaboradores exijan a los políticos su uso a fin de pagar favores. Aquel político que se niega, puede perder apoyo frente a un rival más dispuesto a complacerlos.

Si el único propósito fuera el interés común, se esperaría que los colaboradores presionasen a los políticos a operar de manera correcta. Sin embargo, estos colaboradores son conscientes de que, si se les otorga libertad de acción a los funcionarios para actuar con imparcialidad, muchas de las medidas gubernamentales resultantes chocarían con sus intereses personales. Ante esta realidad, resulta difícil que un político esté dispuesto a renunciar al uso de su influencia para hacer clientelismo, o que un candidato que lo haga pueda competir con éxito contra un oponente que se valga de estas ventajas.

En este entorno, las promesas políticas de defender el interés común pierden credibilidad, mientras que la distribución de privilegios gana terreno. El resultado es desafortunado, aquellos que buscan proteger sus derechos se ven obligados a colaborar con las agrupaciones políticas con el fin de obtener «favores», lo que convierte a los partidos en máquinas clientelistas.

Este sistema -establecido por constituciones que les confieren a los dirigentes políticos herramientas de coerción- afecta a toda la sociedad. Los funcionarios pueden verse forzados a participar en esquemas corruptos, los políticos deben administrar el Estado como un botín y los ciudadanos a menudo carecen de alternativas para proteger sus asuntos sin arrimarse a políticos o a sus coagentes dispuestos al clientelismo o al soborno.

Bajo un sistema injusto, muchas acciones se derivan de la necesidad de proteger los derechos y el bienestar personal en lugar de la falta de valores. La mayoría de las personas simplemente procuran su legítimo derecho de iniciar un negocio o salvaguardar su puesto, su bienestar familiar y, en el fondo, su propia comodidad.

A pesar de que todas las personas conservan la capacidad de elegir entre el comportamiento íntegro y el corrupto, ambos pueden reforzarse por el diseño del sistema. Al analizar los hechos, resulta indiscutible que el sistema actual premia la corrupción y castiga la integridad. En resumen, la presencia de tantos políticos y funcionarios que actúan de manera indebida en América Latina es un síntoma cuya causa principal se encuentra en la estructura gubernamental actual.

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