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José Batres Montúfar al sumergirse en el dolor total del “Yo pienso en ti”, alcanza la cima más plena del romanticismo. Porque si la sociedad pudo impedirle gozar y disfrutar (sobre todo la libertad de amar) no pudo, en cambio, prohibirle el dolor de sufrir. Y por ello, en ese fuego, prefirió arderse todo. 

 Hasta ahora y en el contexto de las distintas características y rasgos que conforman el romanticismo, hemos tocado sólo colateralmente al amor. Este, en sí, no es propiedad exclusiva de la temática de esta escuela, puesto que él, lejos de poder ser reducido a tema o motivo de determinada tendencia, más bien las engloba a todas y por ende todas también lo expresan.

Pero lo singular del amor romántico (que se opone al amor platónico, por ejemplo) va a ser, en primer término, su contención sin fronteras que al experimentarse, produce la enajenación del que lo asume. El amor clásico, el amor racional (el de los ilustrados por ejemplo) es menos morboso y más intelectualizado. Se siente con la razón y ésta no se deja enajenar ni deja que quien lo aprehenda así, pierda su “yo”.

El amor romántico exhorta a la enajenación. Quiere ser “tú” y no “yo” o, por lo menos, nosotros que indicaría siempre una fusión, una amalgama.

Pero lo más connotativo del amor a lo romántico es que trasciende la muerte y la derrota, aunque tenga que asumir la locura que es lo mismo que decir, negar la realidad. Amor romántico de la vida real es por ejemplo el de Juana de Trastámara por Felipe de Habsburgo. La muerte del príncipe alemán (consorte de la hija de los Reyes Católicos) era un hecho. Pero Juana lo niega, no puede aceptar la muerte que vendría a ser lo mismo que decir que no quiere o no puede dejar de amar. Si accede a la realidad de la muerte, accede al vacío del amor perdido.

Jaspers llamó “situaciones límite” aquellas que el hombre no puede variar ni gobernar. Y que, por tanto, y en el contexto de las mismas, la vida humana (toda vida humana) está regida por el destino que ellas marcan. Puesto que todos estamos destinados a enfermar, a sufrir, a morir, a perder lo que amamos y a ser abandonados –tarde o temprano- por los que nos aman por los caminos de la muerte. Verdades de inspiración budista o de Los Vedas. 

El artista o el literato romántico, como he dicho antes, no acepta las “situaciones límite” ni se adapta (como el hombre normal o el hombre clásico-racional) a ellas. Tampoco las puede gobernar (no puede siquiera hacerlo el científico) pero poniendo en juego todos los recursos de su mundo emocional, de su imaginación o de su fantasía, intenta burlarlas o, bien, levanta una metafísica del amor por medio de la cual accede a la eternidad, al infinito.

El romántico cree que mediante el sentimiento amoroso, puede anular el efímero componente temporal de su carne y decide (desde el barroco) subvertir algunos principios bíblicos y teológicos (desde luego muy sutilmente) al declarar como Quevedo, en su famoso soneto, que es polvo pero polvo enamorado.

Aceptar la muerte como parte de la vida es un postulado muy propio del clasicismo. Los románticos, por absurdo que parezca, se rebelan contra ella y no la aceptan y quieren desorbitada y paranoidemente ser como los dioses: eternos. Todo hombre en algún momento de su vida ha visto crecer en sí ese anhelo que luego rechaza (con dolor o sin él) para adaptarse a la realidad. El romántico perenniza ese anhelo y lo hace volar más alto y lo enfatiza con el subterfugio de su fantasía y un cierto vigor y energía que lo hace valiente y temerario para desafiar a la muerte.

El amor a lo romántico convierte en doliente inmortal a quien lo siente -como en Vélez de Guevara- que dramatiza este sentimiento en “Reinar después de morir”. O, asimismo, “Hernani” de Víctor Hugo (padre del romanticismo mundial) que sitúa esta obra en España: “la Península del amor”. De donde parten muchas obras operáticas, líricas y narrativas, como “Carmen” de Prosper Mérimée, que en su versión operística tanto gustó a Frederick Nietzsche cuando se disgustó con Richard Wagner.    

   

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