DIARIOS
150 años del nacimiento de Antonio Machado
Un paisaje de Soria. Frío, distante y austero. Una tarde que cae. Un sol de hielo. Huertas, olivares y, en el confín, el Duero. Caminos blancos, antiguos, castellanos, “un patio de Sevilla”, un pedregal inhóspito: ese es Antonio Machado.
El paisaje se adentra en el poeta. Es el poeta mismo. “Sueña caminos de la tarde”, no los mira. Su conciencia es el mundo, en ella brota el limonero sevillano, la jara, la salvia y el espliego. No es afuera donde el aroma del tomillo y el romero perfuman el cortijo. Todo germina adentro del poeta y sale afuera. Él no imita ni el correr ni el sonar del Guadiana. Son los montes y los ríos los que nacen de su pecho vital y, no obstante, profundamente gris y melancólico.
Nació una noche de 1875 allá en Sevilla. Ciento cincuenta años ya. Profesor de francés. Profesor de Instituto. Soria fue su alegría más grande y su más grande pesar: “Señor, ya me arrancaste lo que yo más quería. Oye otra vez, Dios mío, mi corazón clamar. Tu voluntad se hizo, Señor, contra la mía. Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar”.
Muerta su mujer en plena juventud, Antonio Machado convierte su existencia en un erial, más umbroso siempre. “Ligero de equipaje” para partir en cualquier momento, entre plomizos cerros, resecos encinares, ramajes yertos. Como los dejó cuando los álamos del río eran claros, eran verdes, eran vida.
Va a Francia para olvidar a Soria. En su mano siempre la mano de Leonor ya muerta. No parece muy creyente en su poesía, pero acaso tiene la esperanza de encontrar a su mujer un día, como Beatriz, que espera eternamente a Dante. Mientras, se hunde en una soledad discreta, no da voces, no grita, no se lamenta sino calladamente, en sus poemas que son cadencioso, gemido, rítmica lágrima, melancólico fluir que, sin cenizas, quema.
No hay, acaso, un poeta en España ni en español tan triste, tan luctuoso, tan perfecto en el dolor que acendra, en la viudez que incinera lentamente, en la soledad que es camino blanco, paisaje lastimero.
Como las jaras del camino, entre las duras piedras, pasó su vida sin grandes premios ni ovaciones largas. Juan Ramón o don Jacinto (y hasta Echegaray) recibieron el lauro de Estocolmo. Mientras Machado –como Vallejo– recibían el aguacero de París cuando marchaban –con ignorado esplendor– en silente timidez al lado del Sena. Sólo el porvenir coronaría sus huesos y les daría un sacratísimo lugar en la historia.
Callado, sí, más no cobarde, presente en todos los trayectos del Desastre y apoyando a Líster –jefe de los ejércitos del Ebro- cuando España se escindía y la guerra civil vomitaba un millón de muertos: “Si mi pluma valiera tu pistola de capitán, contento moriría”. España y Leonor siempre presentes en su corazón. Dos amores y dos padecimientos, dos pasiones gloriosas, dos duelos, dos puñales. Dos claros hontanares de donde brotara toda su poesía.
España y Leonor o el amor que consuma lentamente, pero en cuyo arder se purifica el cuerpo hasta volverse sólo alma.
Un alma buena, un alma estética, un alma verdadera.