Mediante la oración entramos en contacto con lo eterno. Lo eterno (para él) acaso sea el azul de Darío y de Hugo, el azul de la poesía y del arte. Un mundo sin represión y sin afanes. Donde el oro no existe, donde el dinero y el capitalismo son una maldición diabólica.
Todo lo que hacemos es locura y vanidad, estúpida frivolidad por alcanzar algo, derrotar a alguien, obtener poderío para humillar y resarcirnos de la afrenta. Azorín sabe que todo es locura y vanidad y dice en su “Oración del poeta” que quiere dejar el mundo, no tener contacto con nadie, entrar en relación con la soledad.
La “Oración del poeta” es la plegaria de los que han tocado fondo en el barro humano y que saben bien que se está mejor lejos que cerca del rebaño humano. Los hombres sólo producían en Azorín un terrible cansancio del espíritu.
Los solos, los renegados, los inconformistas van cavando un hipogeo, un interminable laberinto entre la tierra y la montaña insondables. Nada es suficientemente hondo para huir de la cultura, de la civilización.
No hay espíritu en nada, lo único que reina en el mundo es la vanidosa fiebre de la posesión, del haber, de la tenencia incontenida.
Y luego (viene entonces) una sensación de absurdo infinita. Se pone el ¿para qué?, ante todo. ¿Para qué escribir? ¿Para qué hacer versos? ¿Para qué hacer hijos? Se desprende un acre sabor entre los labios y flota en el ya escaso oxígeno de las ciudades la inmensa tufarada de la casualidad, el caos y el absurdo. Y no obstante se quiere vivir. Se sigue amando la vida. El poder del instinto es tan misterioso como el cosmos donde fue engendrado por el innominado, el Desconocido, el invidente.
Por ello Azorín en la “Oración del poeta” sólo pide al Señor soledad, romper, divorciarse del trato humano que por insidioso e hipócrita llega a ser intolerable, y se lo dice de esta manera:
Señor, tengo un profundo cansancio en mi espíritu. No deseo conocer ya a nadie, no quiero estrechar nuevas manos. Cuando por acaso en el trato social me encuentro con alguien a quien he de sonreír, apenas sin en mis labios puede aparecer una sonrisa triste.
Para unos la soledad es una maldición. Para otros, un remanso, una necesidad. El dolor de Azorín sólo se atenuaba en el campo, en una casa tranquila y mejor si la pequeña vivienda daba al mar. Yo pienso en Monóvar, junto al mediterráneo, casi tropical. Almendros y palmas. Aluvión de viñedos y de olivos y un sol incinerante, casi carbonizador, es decir: purificador.
Y allí, la soledad de Azorín con su “Oración del poeta” como vaticinado epitafio. El principio y el fin. La vida, la muerte y las cenizas. Olvidado de todos, oscurecido. Sin que nadie me nombre, sin que nadie me escriba.
Con Azorín me liga un entrañable sentimiento. El del amor por el silencio. Por eso quise acompañarlo a su segundo entierro en Monóvar. El primero fue en Madrid. Para acercarme más a las cenizas del gran escritor del 98 ya que en vida no pude conocerlo.
Y el tren arrancó, atrás quedaba Atocha. Un convoy de lujo trasladaba lo que ya eran sus pequeños despojos que por la mañana habíamos exhumado del Cementerio de la Almudena.
Gloria volvió a caer sobre los restos de Azorín y su pequeño filósofo y yo le dirigí un discurso callado bajo el ramal silente del “faro luminoso” del significado de su pueblo: Monóvar.