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Durante la Edad Media la gente no sabía leer y no se producía nada impreso. Los amanuenses no podían hacer copias velozmente. Todo, entonces, entraba por los oídos o por los ojos en cuanto a conocimiento y entretenciones se refiere. En lo plástico y no en la letra escrita encontraba el hombre común, información, solaz y esparcimiento. Especialmente el adoctrinamiento que la fe católica  exigía, propugnaba y difundía.

Con la aparición de la imprenta cambió todo. La letra impresa, los libros, las revistas y los diarios se convirtieron lentamente en la mayor entretención cotidiana de la gente de ciertas capas cultas y el arte literario era quien proveía de ella a ese lector.

Los lectores iban en aumento. La Edad Media con sus juglares, cómicos, recitadores y contadores quedó atrás y fue sepultada por los libros y poco a poco por las maquinarias. Volúmenes y más volúmenes hacían las delicias del hombre “culto” que llegó (como Don Quijote) a enloquecer con  tanta lectura tóxica e intoxicante de damas y caballeros. El caballero de la Triste Figura tenía tanto afán por leer y encontraba tal placer y entretención en ello que se pasaba los días de claro en claro y las noches de turbio en turbio, como Cervantes nos dice.

Las revoluciones y los cambios sociales lograron que el alfabeto fuera puesto en manos de más y más hombres. La Revolución Francesa hizo más por ello que otros movimientos y la Revolución industrial también.

En el siglo XIX en el Viejo Continente las novelas y los novelistas produjeron para el espectador de clase media y alta la mayor fuente de entretención. Novelas y novelistas tenían  tantos seguidores y demandantes como los culebrones de hoy. Fanáticos que reclamaban su diaria o semanal ración de entretenimiento novelesco. Entonces se inventó la novela por entregas o folletón y así diaria o semanalmente el escritor de relatos como Guy de Maupassant (máximo cuentista de Francia) daba a sus lectores un bocadillo selecto de prosa naturalista que debía contener tanto suspense al final que creara en el destinatario la ansiosa respuesta por y para la próxima entrega novelesca o el siguiente cuento como “Bola de sebo” o “El collar” con auténtica fruición y no menos placer que el obtenido en el anterior texto. Con la misma fruición que las Maritornes y sus amas de hoy se quedan esperando el siguiente capítulo de “Las hijas de la señora García”.

Con el propósito de comprender mejor cuáles fueron los rasgos románticos que definieron o no a José Milla lo parangonaré con otros literatos como Mariano José de Larra. En el contexto del español, Larra es uno de los escritores románticos más conocido y discutido. Su romanticismo quizá estuvo en su propia existencia y su suicidio sentimental y romántico y no tanto en su obra más conocida. También fue romántico en su teatro y en sus  novelas. En sus artículos de costumbres acaso fue romántico por la pasión con que los escribía. En ellos hace verdadera re-creación de la sociedad española de principios del XIX. Sus cuadros de costumbres (parecidos en ello a los de Batres Montufar en sus “Tradiciones de Guatemala” y a los de Milla) son como frescos enormes en donde caben su tiempo y su espacio en toda su magnitud y a veces en toda su miseria humana, rasgos que se ven claramente en “Un Viaje al otro mundo pasando por otras partes”.

Aparentemente el cuadro de costumbres de Mariano José de Larra es como el de José Milla y Vidaurre y muchos (a la ligera) los comparan y casi los ven como gemelos. Pero ello es sólo apariencia. Porque mientras los cuadros de Larra son casi goyescos, los de Milla son frescos (con ingenuidad casi pueril y bienintencionada). Milla no tiene en la lengua y en la pluma el puñal con que Larra sí que estaba pertrechado. Milla tiene un humor “sano”. Larra, en cambio, posee un desgarrante humor noir por medio del cual desnuda a España y la lanza y prepara (con Galdós) para que la acabe de desollar la “Generación del 98”. Y ya desnuda volver a vestirla con dignidad. 

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