La cultura o civilización ha creado mecanismos perfectamente automáticos (que se internalizan dentro del psiquismo humano) para continuar su labor represiva sin la presencia directa o física de sus instituciones, las figuras de autoridad o las religiones.

  El sentimiento de culpa y la necesidad de castigo trabajan dentro de la mente humana con gran “perfección” y, como he dicho, casi automáticamente gracias a que la sociedad misma (y sus principios morales) está internalizada en nuestros psiquismos desde la aparición en nuestra mente del súper-yo o súper-ego que al principio de la vida son nuestro Padre y sus mandatos dentro de  nosotros, porque la memoria funciona y actúa.

  En los principios de la evolución humana era necesaria la directa intervención del reclamo social  (frente a una falta cometida) para que el niño o la persona sintiera culpa por su error, pero poco a poco fue creándose un mecanismo automático interior para que incluso  sin ningún llamado de atención de fuera, se sintiera la misma sensación de culpa y de castigo como en “Crimen y castigo” de Dostoievski. Este mecanismo es el súper-ego, por eso muchos ven un antecedente -del austríaco- en el ruso.

  Tampoco fue necesario que el castigo fuera propiciado y ejecutado por alguien extraño al individuo, porque a partir del concepto de súper-ego, éste deviene automáticamente por medio de lo que la gente (sin explicarse cómo ni por que´) siente nada más como un cierto malestar y en la religión se llama remordimiento, que  no sabe a veces con exactitud de dónde viene, ni cuando se irá.

  El sentimiento de culpa se expresa generalmente por una necesidad inconsciente de castigo que sólo alcanza a sentirse a veces como un torturante malestar, como una especie de angustia cuando la acción de determinados actos (que el individuo quisiera realizar) es impedida.

  Y dice Freud: “Quizá convenga señalar que el sentimiento de culpabilidad no es, en el fondo, sino una variante topográfica de la angustia y que, en sus fases ulteriores, coincide por completo por el miedo al súper-yo”: miedo al padre y su castrar.

  El exceso de represión (que tanto condena Marcuse en “Eros y civilización”: fuente de mi tesis de graduación) generalmente no resulta ya necesario que venga de fuera, que sea una figura de autoridad (el padre con el cristo entre la manos haciendo el exorcismo) quien la haga valer. Nosotros mismos ¡creamos!, la culpa y a la vez ejecutamos el castigo cada vez más fuerte en la medida que seamos más y más neuróticos o más perfeccionistas, términos que hoy día se sustituyen por estrés o estresados.

  La angustia, la depresión, la neurosis o ese malestar (en la cultura) que llama Freud, es el castigo con que constantemente fustigamos nuestros malos pensamientos, ensueños, fantasías o alucinaciones que casi nunca están de acuerdo y son ecuánimes con la férrea realidad. Sobre todo en el aspecto sexual, de allí la necesidad de una legislación (enfocada desde la diversidad) que absuelva al mundo de la represión LGBTQ.

  El súper-yo (que sostiene una relación internalizada sadomasoquista con el yo) se encarga de asumir el papel de verdugo dentro de nuestro íntimo psiquismo y atormentarlo con estados de angustia y represión tan comunes en nuestro tiempo y en todo tiempo. 

 Este mecanismo automático (que reacciona al estilo, casi, de los reflejos condicionados de Pavlov) constituye el más grande “éxito” represivo que la sociedad haya podido establecer y que en mis tiempos de colegio  se llamaban simplemente remordimientos; que eran lavados y aseados  con un “Ego te absolvo a peccatis tuis, in nomine Patris, et Filii et Spiritus Sancti. Todo muy bien planeado, gestionado y ejecutado.

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