Samuel Beckett es para mí el escritor más desesperadamente iluminado de nuestro siglo y el más “universal” también con perdón de Joyce.
Qué escribe Beckett ¿cuento?, ¿novela?, ¿teatro? ¿poesía? Ni él mismo lo sabe ni le interesa. Tal vez textos… Hace una literatura que podría llamarse igualmente sintetizadora de géneros o inventora de un nuevo género cuyo nombre todavía no conocemos. Leerlo puede igualmente ser aventura y tortura. Nadie habla ni escribe exactamente como él. Exagera cualquier técnica e innovación joyceana y lleva hasta los límites del masoquismo el examen y evidencia de la nada que somos, del silencio en que estamos sumidos ¿en la mierda?, y del interminable monólogo interior sobre nuestra incapacidad de trascender, de conocer y de entender a Dios, de estar realmente “hechos” por él.
La obra más conocida de Beckett es la pieza teatral “Esperando a Godot” creada en aires y aroma de “El castillo” de Kafka. En realidad lo que podríamos llamar “su teatro” es lo más accesible dentro de sus numerosos textos. El resto de sus “cosas” de plano que demanda la adjetivación de “aquelarre” porque lo suyo está más hecho por la mano del Demonio que por la del hombre. Demonio que demoniza su propia existencia, que se auto tortura, que se disecciona con el tridente los puntos más oscuros de sus entrañas hasta hacerse saltar el pus, la sangre y la demencia. Pero demencia que no es locura sino iluminación de la caverna oscura en que estamos sumidos y que de tan real en su desnudez nos parece cosas de un loco porque quizá solamente una persona así (orate) se atrevería a caminar en semejante cuerda floja, sobre el filo de la verdad que de tan verdad podría guillotinarnos.
La preocupación única de este irlandés es el hombre y, más concretamente, el hombre él: su yo en un interminable monólogo (cuando no se trata de textos teatrales y hasta en ellos también como en “Oh les beaux jours”) hablando siempre y torturadamente de su condición, de su apariencia de huevo con dos agujeros (agujeros no para comunicarse sino para permitir que algo de lo que por dentro revienta salga un poco al exterior) aislado huevo cuya blanca coraza de calcio magnifica la sensación de angustia, de desesperación, de inutilidad, de ser nada en la nada.
Dice por ejemplo en “El innombrable”: “Yo, del que no sé nada, sé que tengo los ojos abiertos a causa de las lágrimas que de ellos manan sin cesar”. No es la certeza del “pienso” como en Descartes, sino la presunción de ser solamente porque tengo los ojos abiertos a causa de las lágrimas que de ellos manan sin cesar. Es decir: Sufro, luego existo. Soy una llaga abierta a sí mismo, una carne que se auto contempla destrozada, un llanto que se siente fluir sin mengua.
En Beckett todo acabó (y me refiero más concretamente a obras suyas como “El innombrable”, “Textos para nada” “Residua” “¿Cómo es?”, “Relatos” o “Sin, seguido del despoblador”) Nada existe, ni su yo ni el de los otros ni el mundo. Ni siquiera la seguridad de pensar. Le parece la vida una burla horrible, un sinsentido total y cae en lo que podría llamar “quietismo de desesperación (no él sino sus personajes o ese “yo” narrador) quietismo en el que ya no nos movemos porque ¿para qué? No accionamos porque ¿para quién? No fabricamos ¿porque hacía dónde? Pero quietismo que es absoluto porque la desesperación repta en él, lo tortura y no lo deja estar siquiera en la absoluta paz de la inmovilidad. Desgraciadamente no está muerto. Solamente parece estarlo. Beckett me parece lo barroco en sí. La exageración de la nada sartreana, de las situaciones límite de Jaspers y el colmo de la angustia y la desesperación de Kierkegaard, a la par de él son “niños que lloran”. Beckett es el hombre que se desgarra. Un blanco pájaro de mutiladas alas que tiene la intuición de volar pero que no puede ir a ningún lado porque en realidad todavía es huevo.
¿Un eslabón perdido como me bautiza Matheus Kar, últimamente? No, Beckett es un brillante en sí: toda una teoría del conocimiento que, en su absurdidad iluminada, se niega a conocer.