Beckett heredó mucho del estilo de Joyce (de quien fue su secretario) pero el sentimiento de Kafka.
Durante una de mis estancias en París tuve la oportunidad de presenciar la escenificación de “Happy days” traducida al francés como “Oh les beaux jours” (aunque como todos sabemos Becket escribía indistinta e indiscriminadamente en inglés o en francés) y su apreciación y aprehensión me condujo a la misma conclusión sobre su autor: Beckett fue un hombre al que la posibilidad del suicidio atormentaba y seduce, pero que pese a todo su pesimismo se empeña en negar y en tratar de convencerse a sí mismo (y quizá no tanto a sus espectadores y lectores) que hay que continuar viviendo. Aun cuando se esté sumergido en un estanque tremendista de detritus.
Frente a “Relatos”, “Los días felices” (como se traduce al español) no es tan acre ni tan descarnada. El tremendismo (que más tarde conquistó Cela con “La familia de Pascual Duarte”) aún no hacia su aparición con esa designación. Hay cierta poesía edulcorante y ciertos ambientes de limpieza y pulcritud humana que “Relatos” no tiene por ningún lado. La huella de Kafka es también más fuerte en sus imponentes narraciones y la hermandad con el Marqués de Sade es innegable en ellas, igual que con el “Ulises” de Joyce, sobre todo en cuanto a la forma o poética.
Por otra parte -y con todo- su quehacer dramático es mucho más coherente (pese a su absurdidad a lo Ionesco) que su narrativa francamente fracturada. Ésta pierde casi todo contacto con el contar tradicional (entendible y accesible) hasta caer como todos sabemos en “¿Cómo es?”, en el más absoluto caos formal (allí es donde es epígono de Joyce) y en donde más bien se adivina cuál es el “mensaje” pues éste es muy difícil de decodificar.
“Relatos”, su primera obra narrativa (que data de 1945) ofrece más concesiones que “¿Cómo es?” a la comprensión del lector (aunque claro no al lector “corriente” acostumbrado al best-seller) y por lo tanto resulta una buena iniciación al Beckett novelista que como he indicado, vuelve más intrincado y tortuoso el estilo de su inspirador y maestro: James Joyce.
El final de la tercera y última historia de “Relatos” (¿cuentos o novela?) nos ofrece la clave de todo el contar y también de la dramaturgia de Beckett (¿excluyendo a: “Esperando a Godot”?) cuando dice: “Labrarse un reino en medio de la mierda universal para después cagarse encima era muy mío. Era yo, mis inmundicias”. Y Luego: “El mar, el cielo, las montañas las islas vinieron a aplastarme en un islote inmenso, después se apartaron hasta los límites del espacio. Pensé débilmente y sin tristeza en el relato que había intentado articular, relato imagen de mi vida, quiero decir sin el valor de acabar ni la fuerza de continuar”.
Las tres historias de “Relatos” (o noveleta y nivola) tienden de modo manifiesto a expresar lo mismo: instintos de vida y muerte en la confusa mente de tres seres (o de uno solo) que nada quieren ni esperan pero que, de todos modos, continúan viviendo por inercia o por falta de valor para el suicidio y eficazmente se proyectan en el lector espejo. Clima sumamente desgarrador por cuanto explota la idea de que no es que no se desee la muere (ni mucho menos se ame la vida) sino que ya no se tiene siquiera fuerzas vitales para matarse.
Muy pocas esperanzas quedan para el hombre actual (de alma tremendista o maldita como la llama Darío en “Los raros”) en los escritos de Beckett, desgarrado si los hay. Más bien hay una condena de su condición y de su existencia ¿o una apología?
Sin expectativas y ahogado por sus heces y los excrementos de los otros, este hombre acaso sea el de hoy, el que somos nosotros, que no puede continuar viviendo. Es necesario una purgación y un lavado externo e interno que acabe con toda la pudrición que acumulamos desde la salida del Paraíso, sin poder esperar a Godot y sin poder entonar iluminados “Las confesiones” de San Agustín en el canon del arrepentimiento.