Ha sido el fundador de la dinastía de los arrogantes lobos esteparios. Extraños sujetos que entre más conocen al hombre, menos quieren relacionarse con él. Es por causa de que pueden ver otras caras y caretas, es porque conocen que el hombre es un histrión empedernido que finge amor y amistad para lograr el placer que dura un instante: el placer del poder, del tener, del humillar y marginar, no importa si han de pasar por encima del honor del amigo o el cónyuge.

Porque conoció la más oscura hondura humana –a lo largo de muchas meditaciones a que lo empujó la dura realidad- tomó el camino de quienes encuentran en la soledad el sitio predilecto para cobijar sus más duras conclusiones en torno a que el hombre es el lobo del hombre y de que no vale la pena buscar la comunicación que ofrece la fútil sociedad.

Entendió que somos esclavos del deseo (como también lo cazó Buda) y quiso romper con este imperio del infinito desear mediante la renuncia al reconocimiento, al homenajear, al sexo, a las alabanzas y a los elogios y halagos. Lo logró solo cuando comprendió también que pelear contra Hegel era continuar enajenado en la vehemencia por derrocar al enemigo, porque Hegel representó  en cierto sentido la genuflexión que exige el poderoso y lo gubernamental.

Realizó lo que se creía imposible: porque hizo escalar la libido hasta el sitio privilegiado de la Historia de las Ideas e impuso su omnipresencia fatal. El hombre –dijo- es tanto un ser para el sexo como para la muerte y no es fácil que pueda liberarse de ninguno de los dos. La muerte yace en la fatalidad del destino y el sexo late por décadas bajo nuestro corazón excitable. El amor febricitante y la tumba son las únicas misiones del hombre en la Tierra. Lo demás son entremeses, máscaras y mascaradas. Etapas superficiales y que se invisten de trascendentales.

La muerte –añadió en su soliloquio- no tiene ninguna importancia, aunque sea en cierto modo un final. Es el momento en que volvemos a reaparecer en el Ser. Y sin embargo no creía en Dios (al menos en un Dios providencial) en un Dios al modo de Occidente, al modo de los interesados en obtener un premio, una gloria, un galardón por abstenerse de una lista de castigos divinos para gozar del estado de estupor por toda la eternidad.

Schopenhauer se condujo solo por la vida casi siempre. No se casó, no tuvo hijos, perdió a su padre jovencito y peleó con su madre una exitosa escritora amiga de Goethe. Era así porque todos le fallaron. El genio sufre el dolor como en la cruz y en el Gólgota: imponderablemente. Su sufrimiento es superior como es superior su creación y su vida y sus hundimientos también, de los que salió siempre triunfante en  la soledad. Y para que no lo hirieran huía y para que no lo laceraran se escondía tras un jardín murado allá en la futura casa del lobo estepario.

Sus ojos atravesaron el tiempo y abarcaron todo el espacio. No podía ser engañado. No le gustaba que lo engañaran. Entrevió una gran verdad: la soledad es menos dolorosa que el dolor de estar vivo entre los hombres sufriendo su hipocresía, sus máscaras tras las que esconde el ansia de poder y sus caretas diabólicas con que exprime la sangre de los que dice amar pero que odia. El mundo: dolor y odio intemporal.

Influyó en todos los que “la gente feliz” de la Guatemala inmortal, desprecia por “amargados”. La amargura es hija de la filosofía y del pensamiento. Por eso seguirían sus pasos Richard Wagner y el joven Nietzsche, Beckett y su “Esperando a Godot” y Sartre con su “Náusea” a cuestas y gloriosamente corona de lectores. Schopenhauer es el antecedente del viejo lobo estepario, el mismo que es el protagonista de la novela de Herman Hesse.

Mario Alberto Carrera

marioalbertocarrera@gmail.com

Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

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