El narrador de “Abel Sánchez” es omnisciente, pero don Miguel no sostiene tal enfoque a lo largo de todo el relato. Rompe esa unidad narrativa combinándola con una forma en primera persona (como si hubiera un narrador-protagonista también) cuando le indica al lector que el narrador omnisciente posee fragmentos de las confesiones fidedignas “auténticas” (un poco como en “El Quijote”, con el recurso de los documentos y papeles de Cide Hamete Benengelí) de uno de los dos personajes principales: Joaquín Montenegro, es decir Caín.

Cuando don Miguel silencia a su narrador omnisciente y permite que, en primera persona, hable como narrador-protagonista (desde sus confesiones escritas Joaquín Montenegro) nosotros podemos catar en toda su negrura (como su apellido) la oscura pasión de Caín y los Caínes de la Tierra.

Uno de los episodios de “Abel Sánchez” más reveladores asume el enfoque de narrador-protagonista y por lo tanto habla directamente (que es más intenso, por eso para mí todas las novelas deberían estar escritas en primera persona) Joaquín Montenegro en un diálogo descarnado con su confesor donde el odio hermanado a la envicia se ven de bulto:

“Y una vez en el confesionario se le desató el alma:

-Le odio, padre, le odio con toda el alma, y a no creer como creo, a no creer como quiero creer, le mataría, dice Joaquín refiriéndose a Abel Sánchez.

-Pero eso hijo mío, eso no es odio, eso es más bien envidia.

-Todo odio es envidia, padre, todo odio es envidia.

Pero debe cambiarlo en noble emulación, en deseo de hacer en su profesión y sirviendo a Dios lo mejor que pueda…

No puedo, no puedo, no puedo trabajar. Su gloria no me deja.

Hay que hacer un esfuerzo, para eso el hombre es libre.

No creo en el libre albedrio padre, soy médico.

Pero…

Qué hice para que Dios me hiciese así, rencoroso, envidioso, malo ¿Qué mala sangra me legó mi padre?”

De este diálogo en el confesionario (trágicamente esculpido en esta novela de Unamuno tan intensa como “Niebla”) podemos convencernos de lo siguiente: que cuando sentimos odio casi siempre es envidia y no analizamos más. Sólo nos dejamos llevar por la ira sin analizar qué la produce. Y tratamos de destruir de matar, lo odiado. Yo sé –con Unamuno– que muchos que me odian me quisieran ver muerto. Y que si no me asesinan no es por temor a consumar un homicidio, sino a cometer un crimen mayor.

Y otra cosa, otro hecho revelador de este diálogo sacramental, es el parlamento de Joaquín cuando dice: No puedo, no puedo trabajar, su gloria no me deja.

Esta es la razón por la que Caín mató a Abel: su gloria (el amor de Jehová) no lo dejaba hacer nada. Tuvo Caín que matar a Abel porque estaba paralizado por el odio. Una pasión así paraliza, torna impotente, porque la potencia de Abel es como luz cegadora.

Lo único que Caín puede sentir intensamente es odio, es decir, envidia. Y esto es su destrucción, su aniquilación mientras la paz no penetre en su corazón. Por eso andará de un lado a otro como el Judío Errante, sin encontrar la serenidad y la aceptación de su pequeña o ninguna fecundidad.

Mario Alberto Carrera

marioalbertocarrera@gmail.com

Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

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