Aún Voltaire (con todo y creer en Dios y con su deísmo tan peculiar y su religión natural) tuvo y rindió gran admiración por Diderot. Primero, proponiéndolo para un sillón ¡codiciadísimo!, en la Academia Francesa y pronunciando y escribiendo frases como: A la distancia de algunos siglos del momento que vivió, Diderot parecerá un hombre prodigioso; ésta cabeza universal será admirada de lejos con una admiración mezclada de asombro, como miramos hoy la cabeza de Platón o de Aristóteles.
Voltaire disentía de y con muchas de las ideas fundamentales de la ideología de Diderot y en dos en especial: Voltaire no era realmente ateo y Voltaire tenía una religión peculiar, una religión sin curas, la llamada religión natural, sin dogmas. El padre de las “Cartas filosóficas” según lo confiesa en “La comida donde el Conde de Boulainvilliers” y en otros textos ora literarios ora filosóficos, piensa que el hombre no puede vivir sin Dios ni si religión. Necesita al primero para experimentar un freno de temor ante las pasiones que lo dominan y que lo conducen a la destrucción de sí y de otros; y la segunda (la religión) para que le prometa otra vida donde será feliz y no carecerá de nada ni será explotado.
No obstante, Voltaire reconoce la grandeza de Diderot (sin mezquindad ninguna) y aunque es bastante mayor en edad que el director de “La Enciclopedia”, Voltaire nos dice que, siglos después del tiempo en que vivió Diderot deberá parecernos (acaso precisamente a nosotros) un hombre prodigioso y no un hombre todavía vituperable, todavía maldito y aún marginado por las “buenas” personas de “buenas” costumbres.
Y Voltaire añade que miraremos la cabeza de Diderot (en efigie, en escultura) como observamos las de Platón o Aristóteles. Y yo creo que Diderot aún no alcanza la premonición, el vaticinio de Voltaire ¡tan generoso visionario y desde luego profundamente sabio!
Madame Vendeul (hija de Diderot y como él también escritora) recogió en sus “Memorias” y dejó testimonio de la manera siguiente, en torno a las últimas horas de la vida de su padre:
“Por la tarde de aquel mismo día recibió, como de costumbre, a algunos amigos. La conversación versó sobre la filosofía y los diversos caminos para llegar a ésta. El primer paso a la filosofía (afirmó en aquella conversación mi padre) resumiendo en una frase la convicción por la que luchó toda su vida, es la incredulidad. Estas fueron las últimas palabras que pronunció ante mí”.
Nació y creció bajo la signatura de la incredulidad. Era de la raza de los que prefieren sufrir a creer en todo lo que se les dice. Era de los héroe que transidos por la angustia de la duda, recorren la vida tratando de ver con una vela en la oscuridad total y rechazando de plano y con admirable arrogancia, la “luz” de la fe, que para ellos es mayor oscuridad. Así lo dijo en algunos de sus aforismos:
“Extraviado en un bosque inmenso durante la noche no tengo más que una débil luz para guiarme. Aparece un desconocido que me dice: Amigo, apaga tu luz para encontrar con más facilidad tu camino. Ese desconocido es un teólogo”.
“Cuando Dios, a quien debemos nuestra razón exige que la sacrifiquemos, procede como un prestidigitador que escamotea lo que nos ha dado”.
“Si la razón es un don del cielo y otro tanto puede decirse de la fe, el cielo nos ha hecho dos presentes incompatibles y contradictorios.”
Al margen de que podría parecer un cuento brevísimo (el del extraviado en el bosque) de Borges, de Kafka o de Monterroso, es también en el fondo parecido al de la duda radical de Descartes.