Lana Turner

Eran rubias platinadas, envolvían sus turgentes hombros en armiño, se embutían en unos trajes satinados que hacían más de bulto sus excesivos atributos femeninos y caminaban contoneándose felinamente, serpenteantemente sobre unos tacones tan altos que sus pequeños pies de hollywoodenses japonesas se curvaban como un lirio dúctil y flexible.

Se llamaban Grace, Lana o Anita o acaso Marilyn y tenían de sobra de todo: caderas (y en especial largas piernas) y redondos senos (más bien pequeños sir rozar a Rubens) pero plenos y discretamente rotundos. Fueron el símbolo de la mujer/mujer: el principio y el final de las tablas unisex.

Lana Turner no fue una gran actriz, una actriz de carácter y temperamento como Ana Magnani o Irene Papas. Fue en cambio una mujer para todos. Una provocativa ilusión cinematográfica, un poco de generosa sensualidad que el colectivo masculino agradece cuando la señora se ha engordado y los orgasmos van siendo tan escasos como las trepidaciones y los ¡ayes!, conyugales.

Fue la mujer de todos, sin ser del regimiento. Fue la imagen íntima, silente y solitaria que acompañan a nuestros sueños húmedos. La que podíamos tender y colocar en las actitudes que quisiéramos sin que protestara o se sintiera descalificada. Un pedazo de Hollywood en cada una de nuestras camas, una pantera en los brazos de Johny Stompanatto en que cada uno nos trasfundíamos. Cada uno un latin lover, un gánster que golpeaba y asesinaba, un hombre de tres testículos como el Condotiero Colleone.

Mujer más que actriz. Pero actriz porque pudo representar un papel (siempre el mismo pero de ninguna manera fastidiante) el papel de la mujer fatal –con la que nadie quiere vivir- pero a la que todos quisiéramos acariciar para comprobar que tiene la piel más fina que el ensueño y la boca más sedienta que el amor no satisfecho.

Diana de Poitiers, duquesa de Aquitania, lúbrica amante de Francisco I. Acariciada por el terciopelo gualda de tus trajes ¡no has podido morir!, todavía eres parte importantísima de mi presente (y especialmente de mi pasado) en la raíz sedienta de tus largos besos de celuloide, cuando todo era sueño e imaginación febricitante.

Grace Kelly

El cine nos ha imbecilizado y ha tornado más banales nuestras vitales andaduras. Pero también nos ha llenado de ensueños que hemos realizado desde la butaca oscura de cualquier sala de proyecciones y nos ha  permitido tocar casi la sedosa piel de las actrices que a su turno han ido seduciendo la obligada santidad de nuestros días.

Hace muchos años Grace Kelly era para mí como un bibelot de clara y pulida porcelana blanca que me veía desde la pantalla (rubia y de raso) como Debora Kerr: frágil y purísima cual las mismas azucenas, en “El rey y yo” o en “La noche de iguana”.

Rubias y blancas, casi transparentes como los cirios, como los lirios. Celestes vidrios por donde la luz solar atravesaba sin obstáculos, absolutamente traslúcidos y claros como sus vidas… ¿Cómo sus vidas?

Grace Kelly igual que la nívea Eva Perón, fueron líquidos vasos y copas por donde la belleza se me revelaba. Representación de la claridad, del bien, de la bondad. La nariz de la princesa de Mónaco era lo que remataba la admiración que ella había cincelado –con pequeñas plumas- dentro de mi cuerpo. Lo contrario de Cyrano. La calidad de nube de un apéndice perfecto que solo podía oler fragancias de Rochas, Chanel o Dior. Y porque era como de cuento de hadas, concebida para ser la eterna Bella Durmiente, tenía que ceñir corona y casarse con un soberano. Con un cuerpo tan frágil como de murano, con una piel y un cabello tan claros como para arcángel y con una nariz de santa o de Virgen, no podía pretender otra cosa que un reino. Y lo tuvo y no necesitó de zapatilla de cristal para ascender al trono.

Pero varias biografías, sobre ella escritas, han venido casi a derrumbar mi ensueño lleno de gracia y de Graciela. Libros que arrancan la careta de la calavera de la actriz y princesa y me la ponen frente a frente cundida de imperfecciones y deslices. De muchos amantes antes de Rainiero y después de Rainiero. La señora de Grimaldi padecía de furor y de incendios inapagables. Ahora puedo entender más la desilusión de Arévalo Martínez de cara a Barba-Jacob. También  la princesa de Mónaco ha perdido su azul y sus topacios. Era igual que yo –de carne y hueso- y adoradores de Dionisos.

Mario Alberto Carrera

marioalbertocarrera@gmail.com

Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

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