Todos llevamos algo de flama dentro de sí. Porque ya la sola voluntad de vivir en un mundo lleno de azares y espinas, lo explica. Pero algunos portan el fuego sagrado y cuando se posee este fuego, la existencia es infierno y gloria o averno que se trasmuta en glorificación.
En el arte o en la ciencia creativa es donde brotan –con exclusiva propiedad– los que llevan en el costado el fuego sagrado. Pero no el fuego que se multiplicó a partir del primer fuego que hubo sobe la faz de la tierra, sino el primer fuego mismo. El que en sus manos portaba Prometeo cuyo nombre en español sugiere promesa.
Quienes han sido honrados por este don no conocen el descanso y el reposo sosegado. Están absorbidos hasta sus raíces por un delirio que los lleva a consumirse en la labor que han escogido y que en realidad resulta ser el único significado de sus vidas sin pararse a contemplar las vanas frivolidades del mundo y las múltiples puertas de evasión por donde la contemplación del ser escapa.
El mundo tienta (con los frescos racimos de Darío) y la carne es débil y sucumbimos a su llamado sensual y transitoriamente placentera. Pero quien es verdadero artista, filósofo, creador solamente cae por unos segundos, minutos, horas o semanas y no permanece ni queda arrodillado ante el hedonismo sino que lo sublima mediante un poder aún más sibarita (pero sibarita en el espíritu): el fuego sagrado.
Quien lo trae o lo cultiva posee al mismo tiempo el sello de lo extraordinario. Y aunque tenga cabeza, tronco y extremidades: pelo, uñas y dientes (como todos los demás hombres) no es igual a ellos. Y no es igual por una simple dosis de altivez o de anhelo de ser diferente sino capaz (al contrario de la masa que no porta el fuego sagrado) de pasarse horas y horas estudiando un texto (mientras los otros sonríen en la sala de baile) o de ejercitar su cuerpo con duros y agotadores entrenamientos (mientras los otros cantan en la fiesta alegre y despreocupada) o de escribir cien páginas (a lo largo de una semana (para rescatar sólo una y romper las otras noventa y nueve) mientras los otros danzan ruidosamente durante la semana y el fin de semana no digamos.
No es vida intensa a nivel de piel (como la de un cachorrito cien veces acariciado) la del que lleva el fuego sagrado ¡todo lo contrario! Quien lo tiene será capaz (o ya lo es) de mirar solamente hacia un punto fijo: su vocación y de no distraer ni un ápice la vista de la meta y la tierra prometida. Absurdamente prometida pero no obstante buscada. Porque así es la vida del artista, del filósofo o del pensador auténtico: convicción profunda de ser ante la muerte y ante el fin igual que todos Pero -no obstante- afán y fiebre de distinguirse durante el tránsito a la indiferencia del mundo, su intolerancia, incomprensión y egoísmo.
El fuego sagrado se trae y se cultiva. Si sólo se tiene simplemente y no se abona y se riega, se extinguirá en la mediocridad y el mal gusto del medio que circunda y que no perdona ni la distinción ni la excelencia. Cuando se posee hay que atesorarlo celosamente y defenderlo del mismo modo y bajo la forma única de un cultivo extenuante y de espaldas a la vanidad de vanidades y a la frivolidad de frivolidades con que las tentaciones de San Antonio o los demonios de Cristo en el desierto intentaran apagar y helar esa fiebre y ese ardor que consume al escogido.