No hubo ni habrá mito más lindo y delicado (como extraído de un edulcorado cuento de hadas) que el que afirmó durante muchísimo tiempo que los niños son seres asexuados cuya inocencia acrisolada solamente era rota en la pubertad. Y que antes de ese momento niños y ángeles eran la misma cosa. Esto lo aprendimos todos antes de que se pusiera de moda impartir educación sexual en las escuelas de los países civilizados y mandar a paseo a la cigüeña ¿Y por qué ha ocurrido este cambio o sea la ruptura con el mito cigüeñal?
Pues porque a finales del siglo XIX y principios del XX surgió un hombre llamado Sigmund Freud que ante la atónita reacción de sus victorianos contemporáneos (más papistas que el Papa) se atrevió a escribir la obra o libro “La sexualidad infantil” en la que no solamente afirmó que el niño es un ser bastante asexual sino que además atraviesa por tres claras etapas eróticas: la bucal, la anal y la genital. Y que precisamente las neurosis se deben especialmente a la detención patológica y no rebase de cualquiera de las dos primeras. Dicho de otro modo: que todo neurótico es un ser detenido o trabado en una de las dos primeras: la bucal o la anal por lo que no accede a la plenitud genital.
Falso o cierto lo de las tres etapas, falso o cierto que las neurosis tengan en ellas su origen, lo que sí es del todo indiscutible es que el niño es un ser erótico desde el momento que nace. Y quizá desde antes… Pero esto que ya muchos aceptamos y que no continuamos negando (para no sostener un ídolo con pies de barro) fue en su momento (y sigue siendo) un mayúsculo escándalo por el que Freud y seguidores ilustrados se han ganado epítetos como: Perversos, corruptores de la niñez y la juventud, incrédulos, ateos, sinvergüenzas, deprimidos y locos.
El último es el más absurdo y simpático. Porque mientras sus contemporáneos victorianos estaban y permanecían alienados, atorados e ignaros por el celeste mito de la niñez asexuada, Freud era el único cuerdo capaz de ver la realidad sin alienación mítica, esto es: ver que los niños son seres sexuales. Y la audacia suya de derrumbar tan absurdo despropósito nos ha conducido a una compresión mejor de las pasiones de la mente que indudablemente ha contribuido a bajar los niveles de angustia del género humano y por ende a un relativo acercamiento a la felicidad.
Indudablemente el tránsito de Freud (derrocador irreverente de mitos) es el de casi todos los hombres que han marcado una cesura y han colocado un nuevo mojón en el devenir de la civilización. Representa el mismo drama de Giordano Bruno, de Copérnico o de Miguel Servet que tuvieron que luchar contra la incomprensión (rosada, celeste y celénica) de quienes vivieron con ellos –siempre dispuestos a sostener una mentira- antigua y envejecida y no una versión cierta y novedosa.
Yo contra el mito –en sí– no tengo nada. Asumo que la Historia es una larga sucesión de mitos y que como he afirmado en estos últimos artículos citando a Jung: El mito es estructuralmente eterno. Sin los mitos el hombre no sabría vivir, no encontraría un sentido a la vida ni razón para estar en la Tierra.
Pero también es verdad que algunos mitos obligan sutil o descaradamente al hombre a mantenerse en cadenas, en la oscuridad o dicho de otro modo en la caverna platónica. Y que si hubiese muchos atrevidos y mártires Prometeos el hombre tendría cada vez más acceso a la libertad (jamás a la pérfida alienación medieval) pues muchas gentes (en la medida de sus propios temores) orillan al prójimo a mantener lo establecido (como que a los niños no hay que enseñarles sobre sexualidad) y lo obligan a hundirse en la oscuridad de los más viejos y alienantes mitos.