Sigmund Freud antes que psiquiatra, pensador y fundador de una nueva cosmovisión, fue un hombre de valentía extraordinaria. Indomable, intrépido y temerario. Un gran loco para buen número de sus contemporáneos e incluso para muchos de ahora. Pero para algunos que nos hemos empeñado en calarlo, ¡todo un héroe!

Cuando él habló por primera vez de la importancia ¡científica!, de los sueños, Viena entera se rió de él. Pero cuando habló de la sexualidad infantil –esto es– que todos somos sexuales y eróticos casi desde el momento de nacer, la capital austríaca se enfureció, siendo de variopinta confesión. Se quedó solo. Ningún amigo o colega quería ser visto en su compañía. Pero siguió adelante porque sabía que ostentaba la verdad (en el contexto de una verdad y de un lenguaje totalmente olvidado) y que imponerla le iba a costar más de una vía dolorosa.

Si bien muchos rasgos y elementos de la psicología por él fundada se derivan de las observaciones y análisis que Freud obtenía de sus pacientes y sus confesiones profundas, el lenguaje onírico, en cambio, lo descubre de modo absolutamente directo: autoanalizándose. Porque, como es obvio, en la primera época del  Brujo de Viena no había psicoanalistas ¡pues cómo!, si él crea el psicoanálisis. Aunque no hay que olvidar lo mucho que la literatura le sirvió de apoyatura fundamental, de Sófocles a Dostoievski.

Doble valentía y doble heroicidad la suya. Porque por un lado se atrevió a imponer una clave nueva y un habla nueva científica (que apostólicamente siguieron Jung y Adler) a sus colegas que poco a poco tuvieron que irla aceptando. Pero por otro lado fue en carne viva donde descubrió las pasiones de la mente que se revelan (mejor que en ningún otro campo y comunicación) mediante los sueños, los propios sueños.

Para descubrir el lenguaje olvidado de los sueños, él sufrió tanto o más que cualquiera de sus pacientes o quien hoy se somete a psicoanálisis. Lo digo por experiencia porque me sometí a él durante nueve largos años.

Porque no se crea que por ser Sigmund Freud o Karl Jung la depresión y la  angustia no iban a tocarlos, ni las enfermedades psicosomáticas ni el terror y la desesperación. Alrededor de los 40 años Freud comienza seriamente su autoanálisis (que coincide ¿casualmente?, con la muerte de su padre) y es entonces cuando descubre la comunicación en clave onírica y, por medio de ella, los deseos incestuosos hacia su propia madre y la compulsión inconsciente de asesinar a su padre.

Aunque como el mismo lo reconoce Sófocles “le había dejado la espina puesta”.

Exactamente como Dante (en la mitad del camino de su vida pues viviría más de 80 años) la luz se hizo frente a sus ojos. Pero ésta -hecha de fuego purificador- tenía que quemarlo y lastimarlo profundamente. La época en medio en que descubre el olvidado lenguaje de los sueños será la más angustiosa de toda su vida. Al grado que, en muchos momentos, era incapaz de concentrarse en clases y conferencias que usualmente pronunciaba. Tal fue la disociación que le provocó la apertura hacia el propio  conocimiento: el conócete a ti mismo. De hecho bajó a los infiernos sin la ayuda de nadie (otro psicoanalista) ni tan siquiera la de Virgilio…Sólo tuvo la comprensión intuitiva de su esposa Marta quien con su enorme fe no creyó que se estuviera volviendo loco o, al menos,  que su locura no fuera la de los grandes.

Hoy, cuando hablamos de la comunicación que los sueños ofrecen y de las posibilidades de conocernos mediante ellos (aunque accedamos obviamente a la angustia) olvidamos, la vida, pasión, muerte y resurrección que él tuvo que asumirla para descubrirla. Solo, en un camino inhóspito y lleno de sombras tenebrosas que la mayoría se resiste aún a reconocer.

Mario Alberto Carrera

marioalbertocarrera@gmail.com

Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

post author
Artículo anteriorDe la desnutrición infantil
Artículo siguienteAccidentes de buses colectivos: transportistas con pocas consecuencias tras accidentes mortales