Nos reímos de los viejos griegos y opinamos que su mitología es obesamente absurda. Y algunos hasta dudan del valor de su literatura porque ella no hace sino recurrir al mito como fuente general y común de inspiración. Es ridículo que creyeran –se dice– en una esfinge que devoraba al que no pudiera contestar tal o cual enigma. Que creyeran que Zeus se convirtiera en cisne para poseer a Leda. Que Edipo peregrinara (como antecedente del judío errante) huyendo del oráculo que era su propio destino y castigo familiar.
Y sin embargo nuestro tiempo asume mitos quizá más absurdos, fantásticos e ilusorios que los helenos. Algunos viejos ya (pero aún vigentes) como los que sustentan las antiguas religiones en las que muchos creen con los ojos cerrados o nuevos que reciben aliento de la ciencia ficción y que intentan burlar y negar el vulgar y animal origen humano sugiriendo que el hombre (o los primeros hombres) llegaron en naves espaciales provenientes de otros mundos más perfectos y evolucionados. Y se dan pruebas complicadas de ello como “La piedra del astronauta” de Palenque (que yo vi pero que no le encontré por ninguna parte al viajero espacial) o sencillos como la infantil historia de Superman y su civilizado krypton. El hombre no se resigna a tomar genuina la realidad triste, chata y desposeída de eternidades que le ha tocado como su realidad o su ser-en-el-mundo. Y para su bien o para su mal (y gracias a las alas que la fantasía y también la inteligencia le permiten) niega e ignora la realidad. Por este rasgo es que todo hombre es romántico y mitómano.
El hombre ha transformado su realidad (y por ende el mundo) pero no en la proporción que lo desea. En una escala mayor y quizá más sofisticadamente, transforma el mundo como las hormigas con sus cuevas complicadas o como las abejas con sus panales que son auténtica arquitectura de cera.
Pero o más allá. Aún es la muerte su compañera, la eternidad se le niega escurridizamente y sabe que quince o veinte años después de su deceso ya nadie lo recordará a menos que sea un Einstein o un Beethoven.
Pero de todas maneras ¿quién se acuerda ahora de los sabios de Mesopotamia? O más contemporáneamente del Echegaray que fue Premio Nobel de Literatura…
Muchas enfermedades mentales (funcionales) provienen –en un sentido muy general– de poner en duda los mitos de moda. De ahí que a los grandes innovadores en su día se les llamó ¡descaradamente!, locos. ¿O no se le trató de esa manera a Jesucristo, Buda, Napoleón Marx o Freud? Los locos geniales crean mitos renovadores mientras que los locos corrientes viven dentro de pequeños mitos muy personales que no les da la gana compartir con nadie. El que es capaz de crear un nuevo mito para la humanidad (y que en sus sueños paranoides cree que es para la eternidad) marca siempre una época diferente, pero casi siempre es incomprendido por quienes lo rodean.
Sólo otros locos (quizá alienados menores) puedan comprenderlos y compartir el nuevo mito. La masa en cambio puede lapidarlos ¡o crucificarlos!
Por eso es que la locura (en otras épocas y culturas) fue sagrada. Es decir, la locura de los grandes desequilibrados que, como el poeta, eran clasificados como “Antenas de Dios” Dios podía hablar mediante su boca de profetas.
No todos los mitos ni todos los locos deben provocar risa porque cuando menos nos damos cuenta terminamos por compartir sus fantasías que en un momento de oración pueden tranquilizar nuestra tormenta o tormento interior.