La realidad resulta (para el hombre) demasiado dura y lastimadora o excesivamente misteriosa y sin respuestas. Aquí, en los Estados Unidos o en China continental. Para el rico, el pobre, el científico, el ignorante, el perverso o el santo. La realidad o las realidades (porque ella está construida de muchas perspectivas como el cubismo) se muestra (cual la esfinge de Edipo, otro mito) preñada de enigmas o siempre en vigilia y con los guantes puestos como el más cruel boxeador.
¿Qué sabe el hombre sobre sus orígenes? Muy poco pese a Darwin, a Teihard de Chardin y a todos los evolucionistas. ¿Y sobre su destino, qué sabe? Que le espera una gloria, el infierno o quizá solamente los gusanos y la tierra. El planeta sobre el que viaja, ¿es eterno o explotará un día? ¿Se quemará o se congelará lentamente y acabará con todo rastro humano? ¿Devendrá una III guerra mundial? ¿Cómo será un combate atómico? Terremotos, incendios, motines de condenados, guerras y guerrillas convierten todavía en frágil hilo la vida unida a la Tierra; y enfermedades de toda índole ciernen su sombra sobre la inteligente cabeza de la especie unida –apocalípticamente- al hambre y la miseria.
La condición humana (de suyo tan lacerada) reta al hombre para encontrarle un sentido a la vida. ¡Tanto!, que parece que una y otro fueran excluyentes. Es decir que, en tanto permanezcan las actuales circunstancias dentro de las que el hombre resuelve su existencia, un sentido de la vida es prácticamente imposible. Imposible si no recurrimos a los mitos.
Podríamos decir entonces que el mito es la estructura esencial dentro de la que la vida humana se desarrolla. El hombre nace de un mito. Vive dentro de un mito y muere hacia un mito. Este o estos hacen llevadera la existencia y crean un mágico ambiente esperanzado para que la derrota no sobrevenga.
Unos afirman que los mitos cambian en la proporción en que las épocas también lo hacen. Mientras que otros dicen que los mitos son estructuralmente eternos. Jung es de estos últimos y quizá sea el creador de una mitología moderna, un poco por la vía de la vieja mitología griega, pues Jung ha dicho que el hombre es por excelencia un creador de mitos más que de ciencia. La ciencia le ofrece menos seguridad que los mitos.
Para el hombre es preferible vivir dentro del mágico encanto de una mitología (religiosa, artística o política) que dentro del marco de la ciencia fría que le descubre la realidad descarnada y le dice que es falso ¡que no es eterno!, que es falso: que no fue hecho a imagen y semejanza de Dios. Que es falso: ¡que sus primeros padres no fueron Adán y Eva!, sino acaso un par de algo muy parecido a los simios.
La filosofía, la religión, la poesía, se desenvuelven casi en los mismos niveles estructurales del mito y ofrecen al hombre un lenitivo y un alivio para las heridas y golpes que la realidad produce en su carne y, sobre todo, en su alma. Como el sueño, ellas también son fabricantes de fantasía e ilusiones (y tal vez hasta alucinaciones) por donde el hombre escapa de la realidad.
Negar el mito es en cierto sentido negar la vida porque sin él –ella- se convierte en terrible infierno que ningún ser humano podría soportar. Aun los “materialistas” y los ateos sobrevivimos de y con mitos también ilusorios (como la creación artística y la trascendencia social) que nos permite crear una eternidad de la que de todos modos no tendremos conciencia. O quizá sí, si creemos en el mito religioso.