La filosofía construye y destruye.

Cuando se dedica a destruir (como en el caso de Voltaire o Diderot) se le llama anarquismo porque no nos damos cuenta (o más bien no queremos aceptar) que cuando el edificio está muy derruido –o por lo menos demasiado deteriorado– es preciso echar todas las paredes abajo y desde nuevos cimientos levantar uno nuevo. Es la filosofía. Es la vida, es la dialéctica, es la naturaleza: destruir para construir. Sin embargo nada tememos tanto como la idea de que algo (o nosotros) muera y nada amamos con tanta preocupación y entrega ni nos dedicamos a probar tanto, como la eternidad de nuestra alma, de nuestras ideas, de nuestro mundo.

En los momentos en que el filósofo destruye se encuentra en la fase de la incredulidad y del descreimiento y está pasando de un punto a otro de los peldaños de su escalar filosófico. A nadie le gusta que le destruyan algo (su yo, sus creencias, su fe) prefiere quedarse con lo que tiene puesto ya que el porvenir siempre es aciago o al menos incierto. Desgraciadamente quien es filósofo se da perfectamente cuenta cuando las instituciones, los Estados, mitos y creencias o fe se encuentran demasiado añejos y comienzan a tomar el sabor y el olor de lo rancio. Entonces hay que extirpar, cortar y destrozar lo viejo (como cuando podamos un trozo de árbol generoso) para esperar los retoños renovadores. Pero como he dicho, la mayoría prefiere sus antiguas ramas que someterse al proceso de la poda quizá porque en el fondo se teme que el árbol no echará ramas nuevas. De allí tal vez se desprende el axioma: más vale viejo conocido que nuevo por conocer. O también; todo tiempo pasado fue mejor.

Cuando un pensador de espíritu volteriano (yo preferiría decir “a lo Diderot” porque de Voltaire se dice que hizo temblar el altar sin tocar el trono) se lanza a derribar ídolos, creencias y hasta sistemas generalmente en su momento no se le comprende y se le acusa de dos cosas y actitudes: de nihilista (en un grado muy superior) o de negativo en un sentido menos peyorativo. Así, para muchos son pensadores negativistas en nuestro tiempo Nietzsche (cuyos ecos impactantes seguimos recibiendo con todo vigor) Sartre o Russell.

Empeñados en creer en la eternidad (cuando no hay nada más antinatural que ella ni menos de acuerdo con la Vida) nos empeñamos también en afirmar que las ideas no cambian, que la fe es inamovible (como si no hemos visto levantarse y caer tantas religiones o sectas y sistemas) que las creencias tienen una base de “antes y después” y que hay un alguien inmutable que les da esa coherencia de inmortalidad y de siempre.

No queremos aceptar que el más filósofo de los filósofos ha sido Heráclito en cuyas aguas constantemente mutables se descubre de vuelta en vuelta, de catarata en catarata alguna verdad que se sumerge para trastocarse en otras y en otras, a lo largo y ancho del río. ¿Cómo podemos hacerle entender a un ser (como el hombre) con ansias y urgencias de eternidad, que la eternidad es solamente un sueño, un fantasma, un ignoto capricho que repugna al universo puesto que hasta nuestro sistema solar habrá de fenecer un día y en él todas nuestras ansiedades, tercas expectativas y absurdas alternativas ensoñadas?

Destruir y construir. Ese es el juego de la vida y la misión de la filosofía es seguir el esquema e interpretarlo. No llamemos nihilista al que niega (solo porque no entendemos su negación). Miremos lo que destruye para intuir lo que intentará construir. Es el juego funambulesco de la deconstrucción.

Mario Alberto Carrera

marioalbertocarrera@gmail.com

Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

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