Se empieza a filosofar en el momento en que uno se vuelve incrédulo y dudador y pone en marcha entonces –genuinamente– su equipo racional o mental en general. Pero para que este milagro se obre hay que perder algo o mucho del proverbial temor a los rayos, al sol, a las brujas o a Dios.
El temor nos convierte en esclavos de una sola y única creencia y podemos detectarlo en el temor a un grupo político (y su rechazo) o a una religión, secta o sociedad. El verdadero filósofo tiene que ser individualista y poseer la capacidad de cuestionarlo todo con base en la incredulidad ¡pero absolutamente sincera!
Ello no quiere decir que quien hace filosofía nunca crea en nada. Cree sincrónicamente (en un momento dado) pero tiene que tener una capacidad de duda diacrónica. Esto es, a lo largo de su vida. Porque de creencia en creencia y de duda en duda el filósofo va realizando su creación. En un escalón del filosofar cree, pero en el siguiente (en sentido ascendente) pone en duda lo que creía en el anterior. Si en un momento dado se detiene en la escalinata de su pensar, adopta entonces una idea como definitiva y le otorga los matices de la fe. Deja en ese momento de ser filósofo aunque lo haya sido.
Hay también el caso de pensadores que creen en algo (en Dios por ejemplo) y la única tarea que se proponen es demostrar su creencia y su existencia. Pero nunca real y cartesianamente han dudado ni han sido incrédulos para nada. Este es el caso de los teólogos que se disfrazan de filósofos. Porque la duda y la incredulidad (en el instante en que se experimentan) deben ser absolutamente sinceras y producir auténtico temblor, temor, estremecimiento, angustia y desesperanza.
De allí que comparta la idea de que la filosofía amarga. Quien verdaderamente se atreva a filosofar debe estar dispuesto al estremecimiento tenebroso: a la trepidación. Porque de todos modos nunca sabremos si podremos ascender con seguridad al próximo escalón y si nuestra escalera personal o genética posee todos los peldaños necesarios para seguir subiendo y subiendo. Puede ser que se trate de una escalinata trunca o de una escalera que no conduzca a ninguna parte sino que al final se acabe y nos topemos con la nada. Lo cual es lo más probable.
El auténtico filósofo debe estar dispuesto a encontrarse con cualquier cosa en la escalera del filosofar. No puede decir de antemano que al concluir su camino encontrará a Dios, a la Idea o al materialismo o al positivismo ateo. Y que su escalinata no es más que el vehículo perfecto para demostrar racionalmente lo que ya desde siempre se ha creído. ¿A qué darse tanta molestia si ya sabemos lo que pasará y quien aparecerá?
Cuando nos paramos frente a una pared podemos suponer muchas cosas: que del otro lado está el paraíso, que hay otra pared y otra y otra. O que quizá no hay absolutamente nada. Pero de qué serviría decir por ejemplo: del otro lado está Dios. ¡Yo lo sé!, me lo dijeron y lo creo. Pero me daré el trabajo de escalar este muro solamente para demostrarme que así es y que no puede ser de otro modo, pero podría quedarme esperando o escalando como Godot. Caso muy parecido es de quien afirma: ¡todo es materia! No puede haber nada que no sea material. Entonces ¿para qué darme el trabajo de investigar si no existe algo diferente a ella?
La filosofía y el filósofo no aceptan dogmas ni ortodoxias. No pueden ser encadenados a una idea eterna o a una idea que es cierta porque la comparten “todos”. Quiere encontrar la verdad pero no quiere que le presenten verdades prefabricadas. El espíritu del filósofo es libre y amargo. Sabe que la fe es bellísima alucinación pero renuncia compartirla. Solo e incrédulo, el filósofo debe hacer su peregrinación.