Muchos filósofos evitan definir de entrada ¿qué es la filosofía? (como Bertrand Russell) y en su lugar prefieren hacer una descripción del objeto que se preguntan. ¡Y hacen bien!, porque cada quien entiende y define la esencia de la filosofía según su propio contexto, esto es, en función de sus creencias. Así pues, aunque parezca un despropósito tendríamos que afirmar que la definición que ofrece un pensador de filosofía se desprende necesariamente de la filosofía que sustenta. O sea que primero cree en “algo” para luego decir ¿qué es ese “algo”?
La filosofía de San Anselmo o San Agustín es muy diferente de la de Nietzsche o Russell y distinta también de la de Marx. A tal punto que si definimos este quehacer por las creencias de cada uno de ellos, veremos que el resultado es casi totalmente opuesto y que sus respectivas definiciones no las podríamos hace coincidir para nada. De allí que algunos que no están de acuerdo con él, digan que Marx no es un filósofo sino un sociólogo. Y que otros opinen que Nietzsche –stricto sensu– no es un filósofo sino un poeta atrabiliario. Y podemos encontrar también que ciertos grupos o escuelas afirmen que San Anselmo y San Agustín en realidad son teólogos.
Yo creo que el filosofar arranca del descreimiento de algo que quedó atrás para empezar a creer en otra cosa y que en la medida que rechacemos y adoptemos creencias, en esa misma relación irá cambiando y mutándose el concepto que asumamos de filosofía. Por ello mientras Marx estuvo con Hegel afirmaba que la filosofía era el encuentro con el espíritu. Pero cuando le dio totalmente vuelta a la dialéctica hegeliana y la llenó con nuevos significados, entonces la filosofía para él fue algo muy distinto.
Ello nos demuestra la relatividad de lo que entendemos por filosofía. Puesto que un mismo pensador a lo largo de su vida va cambiando, revisando sus creencias –y las de otros– y variando también –y a su mismo ritmo– lo que entiende por filosofía. El caso de Marx lo podemos confrontar con el de otros pensadores como Bertrand Russell por ejemplo, que después de valorar como única misión de la filosofía las estructura lógico-matemáticas le dio un poco la espalda a ello y se convirtió en un moralista o en un inmoralista filosófico. Caso similar es el de Sartre (matizado de otro modo) y la lista sería tan prolija que se convertiría en la de nunca acabar.
Por cierto, la ciencia (hija predilecta de la filosofía) corre suerte similar. Puesto que muy contemporáneamente se define a la ciencia como un proceso en constante revisión y cambio y en nuestros días ¡tan vertiginosos!, en que lo de ayer fue verdad, hoy se encuentra totalmente modificado. Dicho sea de paso, este fenómeno de la inestabilidad de las creencias científicas y filosóficas produce en el hombre no poco malestar, porque por mal hábito al humano le gustan las cosas seguras y estables. Desgraciadamente ese no es el espíritu del filosofar sino algo totalmente contrario. Por ello he dicho que el quehacer filosófico arranca del abandono de viejas creencias y la adopción de nuevas en un tránsito dialéctico porque las que hoy son nuevas y adoptamos como tales, mañana serán antiguas y tendremos que abandonarlas por otras más innovadoras. Y así hasta la eternidad si la eternidad fuera verdadera y alcanzable.
Sin embargo en este juego de “rechazo” y adopción tiene que entrar a formar parte de él –necesariamente- la capacidad de descreimiento o incredulidad. Y este no es un elemento de fácil entronización en la psicología de la mayoría de individuos. Porque la mayoría prefiere adoptar una sola fe –por ejemplo– y sostenerla hasta el día de su muerte. El filósofo, en cambio, sabe que la fe así diseñada lo convertiría en fósil.