Pocas cosas han interesado tanto al hombre como el penetrar los misterios y los territorios donde se produce el conocimiento y la comúnmente llamada “inspiración”. Tanto interés y preocupación han producido siempre que -en opinión de algunos pensadores contemporáneos- todo el quehacer filosófico de nuestro siglo gira, justamente, entorno a las preguntas: ¿Cómo se produce el conocimiento? ¿Dónde? ¿Por qué? Y también: ¿qué es la “inspiración”? ¿Dónde ocurre el fenómeno estético? ¿Qué elementos de la mente y del espíritu humano participan en ella?
Hace algunos días me tope de nuevo –hojeando un libro leído muchas veces- con un ensayo de Octavio Paz intitulado del mismo modo que esta columna: “Conocimiento, drogas, inspiración”, publicado en un librito suyo que recoge muchos ensayos cortos y que editó con el nombre de “Corriente alterna”.
Con ciertos libros (como con algunos autores) ocurre que muchas veces no se les entiende, no se les toma en serio o no impactan en la medida que lo hacen con el paso de los años (en un mismo lector). Esto me ocurrió con el “Werther” de Goethe. Lo tome una, dos y tres veces. Y no fue sino hasta la última, que lo leí de un tirón y me apasionó. La primera vez lo hice a los quince años, la segunda a los veinte y la tercera a los veinte y cinco cuando terminé la universidad. Y fue en esta última ocasión que mi “alma” tuvo las vivencias necesarias para realizar su cala “endopática” o de simpatía sentimental. Antes, no.
Igual cosa me ha ocurrido con (entre otras muchas lecturas) el breve artículo de Paz: “Conocimiento, drogas, inspiración”. La primera de las veces que lo leí (porque he de advertir que este escritor mexicano es uno de mis predilectos) me hizo poca o ninguna mella y las líneas del pequeño ensayo pasaron casi en mi interior (como se suele decir) sin pena ni gloria. Sin embargo, y como ya dije, hace algunos días volvía a detener mis ojos sobre el corto pero profundo trabajo de Paz y tal conmoción y estremecimiento causó en mis entrañas que estoy seguro ha sido una de las pocas veces que tal circunstancia me ocurre pues me pareció estallar dentro de mi ser en lo acogedor de mi lecho. Porque para mí el escritorio como su nombre lo indica: sólo para escribir.
En “Conocimiento, drogas, inspiración” Paz hace casi una peligrosa apología de los fármacos y hierbas alucinógenas y alucinantes. Incluyendo los proverbiales hongos de su país de maravillantes efectos piscodélicos. Y abiertamente confiesa haber probado un hachís muy refinado durante su estancia en la India donde (como todos sabemos) fue embajador de su gobierno.
Muy complaciente y tolerante (y con ese estilo suyo para el ensayo tan fluido pero a la vez tan artificioso) habla también del consumo (casi del necesario consumo e ingestión) que de drogas muy fuertes hicieron Baudelaire, Thomas de Quincey y Coleridge, dando a entender que sin ellas la inspiración de tan enormes poetas cualitativamente no habría sido la misma.
“Conocimiento, drogas, inspiración” contiene no solamente un estilo artístico soberbio (para utilizar una palabra que ha sido desviada de su significado original para indicar ahora estupendo o maravilloso) sino también muchas ideas profundas y casi podría decir que originales. Aunque la originalidad es, en nuestros días, mercancía casi por completo inalcanzable.
Pero también posee una pequeña carga de peligrosidad. Porque la inspiración (a mi juicio) no se enriquece –de ningún modo- consumiendo drogas. De otra manera todos los drogadictos serían geniales artistas. Y más bien los artistas talentosos que las consumen lo son a pesar de ellas como le ocurrió a Rubén Darío.
La verdadera creación y la “inspiración” genuinas se derivan de estados de conciencia iluminados pero perfectamente limpios e incontaminados de intoxicación. Sin embargo, Paz parece afirmar lo contrario o animar hacia lo contrario. Prefiero pensar que es una pose esnob dentro de su serio laboratorio de mágicas probetas.