Mario Alberto Carrera

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Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

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Yo pienso que el lenguaje ramplón, trivial y hasta demasiado vulgar (moneda de tanto uso corriente en el cuento y la novela de hoy) tiene la misma intención –dentro del campo de la plástica- que la utilización de materiales ordinarios ¡o de desecho!, como trozos de madera o de metal de la vida exprofesamente cotidiana: vigas carcomidas y apolilladas o tubos herrumbrosos de escape de carro- elevados hasta la cima estética (por obra y gracia de la capacidad de “componer” del artista) del cuadro o la escultura.

No existe narrador de cierta juventud o madurez en América y Europa que no recurra al lenguaje escatológico (que es como se designa elegantemente lo menos elegante, esto es lo excrementicio) para resolver sus cuentos y sus novelas. Ello no quita que a muchos les fascine Borges, pero ninguno escribe ¡exactamente!, como Borges. Porque este recurre (en el contexto de su habla narrativa) a lo coloquial, corriente o común –si se quiere- pero nunca a lo escatológico.

La novela criollista de los años 30 puso en la boca de algunos de sus personajes: los rústicos, el lenguaje de su mundo coloquial. Pero cuando era o es el narrador, el escritor o el autor quien habla, su manera de hacerlo es siempre depurada y hasta refinada.

En la novela de hoy (la que surge alrededor de los años 60) autor y personajes hablan como en las conversaciones latinoamericanas que se dan “sólo entre varones” donde el puta, mierda, joder o huevos ya no significan nada más que una muletilla que el hablante utiliza como para tomar aire o hacer una pausa que refresca en la función fática del lenguaje.

Podría  decírseme que Cervantes y muchos del Siglo de Oro ya lo hacían. Lo cual es falso y verdadero hasta un cierto punto. Porque el “hideputa” cervantino (puesto en “El coloquio de los perros” o en “El licenciado Vidriera”) lo mismo lo dice un doctor de Salamanca que un arriero y lo mismo también ambos se expresan con un purismo que no ambienta ni dice demasiado de la manera de hablar de un villano. Es decir, que no se hace una verdadera diferencia de estilo de habla aunque se recurra a la frase o palabra que mojigatamente llamamos soez.

El habla cotidiana en el narrar de hoy y más propiamente el habla escatológica se ha convertido en peste y la padecemos todos los que hacemos narrativa (¿para nuestra desgracia o gloria?) hasta el punto de que si una locataria del mercado pudiera escribir con cierta claridad y “limpieza” lo que dice en la plaza, inmediatamente se convertiría en miembro conspicuo del boom o del post boom internacional. Su limitación está en que la locataria aunque sea alfabeta desgraciadamente no  es escritora. Porque también dicho sea de paso hay que hacer la diferencia entre autor y escritor aunque algunos no quieran.

¿Cuál es la intención de usar y de  abusar del recurso coloquial y escatológico hasta la saturación en nuestro tiempo? A ello podríamos dar varias respuestas. La más común y la que ha tenido más aceptación en el ambiente de los críticos y de los teóricos de la literatura, es que ello denota y connota la búsqueda de un nuevo lenguaje, de una innovadora manera de expresarse que al fin y al cabo es la fiebre única que en toda generación literaria se padece.

Sin embargo, cabe otra posibilidad y es la que me aventuro a presentar en el primer párrafo de esta columna: La intención de volver estético (poético de Poética) aquello que tradicionalmente no lo ha sido y por lo mismo convierte esta intención en un trabajo de titanes en el que no todos gozamos de acierto.

El éxito de ello no estará sólo en la profusión de “heces” que en el texto se incluyan sino en la manera de combinarlas. Y esto no se aprende en ninguna universidad sino que pertenece al campo íntimo y particularísimo de la intuición estética.

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