A la gente le gusta oír cosas “bonitas” y leer párrafos esperanzadores. A los marxistas los seduce “las cosas claras y el chocolate espeso”, son de un solo plano y un solo significado. Y nada odian tanto los burgueses como escuchar que lo que han calificado durante años como elegante no es más que hueco cascarón, representación y tablado de vanidades.
Sartre no dijo nunca cosas “bonitas” ni redactó jamás párrafos esperanzadores sino tremendamente responsables. (Y la responsabilidad no seduce). Fue hombre de muchos planos, de muchas verdades como Ortega y Gasset y concedió un sitio de honor a la subjetividad y al yo (al confuso y desesperado yo) por lo que los marxistas lo condenaron y cerraron sus oídos de una sola vía a sus “oscuridades”, pese a que era ateo. La burguesía se horrorizó ante la libertad que planteaba porque ella quería seguir dependiendo de los designios de Dios y rechazó la responsabilidad y la angustia que sobre la libertad pesa.
La vida, la existencia (y de allí la palabra existencialismo) es el punto de partida de la doctrina de Sartre. En esto es clásico y griego. Pero un clásico y un griego del siglo XX o tal vez XXI que por fuerza tenía que ver y categorizar el ámbito en que el ser del hombre se desarrolla sin el ornamento de cisnes y faunos del modernismo y del decadentismo en cuyo seno nació, sino tal cual es: Rastrero la mayoría de la veces, violento casi siempre, mezquino cuando se trata de intereses creados. Pero todo ese paisaje y ese espacio experimentado dentro de sí (y no descrito solamente afuera como pudo haber pasado con el naturalismo) y sentido en un yo que se derrumba ante tanta miseria y de cara ante tan pocas esperanzas.
Por acre, por amargo, Sartre fue calificado como naturalista y defensor del naturalismo grotesco y casi siempre narrador de situaciones promiscuas, chocantes y groseras a lo Zolá o por lo menos agrias y desalentadoras a lo Flaubert. Acusaciones que a Sartre nunca disgustaron por ver solamente el lado “malo” de la vida (como si el bien se manifestara tan pluralmente) sino quizá hasta complacieron porque pocos escritores se han podido quitar el antifaz de la hipocresía como lo hicieron Zolá o Flaubert. Sin embargo, el naturalismo de Sartre no se da tanto en la descripción o en el análisis de la vida exterior de una prostituta sino en el intento de querer trasladar al lector la sensación de ser prostituta, el sentirse bagazo social. Como en “La Romana” de Moravia.
La realidad, sí, pero la realidad sentida, la realidad experimentada, la vida sufrida en el yo. Porque el yo es el punto de partida de toda realidad (esto es lo que en su día no le soportaron los marxistas) ese yo golpeado y saturado de insultos por el entorno social que le sentía como insulto la burguesía de su tiempo.
El existencialismo y más claramente la literatura existencialista es un naturalismo entrañado, subjetivizado, psicologizado. Es la realidad hecha poema y es la existencia convertida en poesía desesperada. Es la conciencia de la conciencia humillada del hombre como se ve en “La Metamorfosis”. No es el hecho sino el hecho internalizado y su sensación dolorosa convertida en “cosa en sí” dentro del yo.
Experimentar y sentir así la vida reconocer que la existencia es como se dice bíblicamente un valle de lágrimas (pero sin esperar un valle de gloria, lo cual es aún más duro) nos encamina hacia la libertad y hacia el optimismo aunque parezca un dilema. Porque la libertad se erige y se cultiva a partir de la verdad y no de la alucinación colectiva de una fantasía rosa. De la carne y los gusanos que esa carne fabrica.