Incuestionablemente La Náusea es una novela autobiográfica ¡como todas las buenas novelas!, pero pongámonos de acuerdo en qué vamos a entender por autobiográfico en literatura: Antoine Roquentin –protagonista– no repite exactamente y al pie de la letra todo lo que le aconteció a Sartre hasta llegar a la edad de 30 años ¡No, de ninguna manera! Pero su alma, sus sentimientos, sus expectativas, su miedo, su condición humana, su angustia existencial, su rechazo a los “cerdos” y su odio por los eruditos sin verdaderos contenidos, su vacío, su ateísmo, sus perversos deseos reprimidos: El asesinato, el estupro infantil, su asco y su náusea (en una palabra) son muy parecidos a los que el hombre Jean Paul Sartre experimentaba.
Lo mismo se puede decir de “La Metamorfosis” de Kafka: él nunca se convirtió en cucaracha o insecto similar (absurdo es ya advertirlo) como le ocurre en la novela a Samsa el protagonista. Pero la sensación de ser vil insecto (en sentido metafórico) y como traducción de estados de conciencia girando alrededor de una sensación de minusvaloración y autodesprecio procurados por su padre y por la siniestra nada del mundo, son exactamente iguales en Kafka que en su personaje ficcional: Samsa. ¿Se entiende ahora en qué sentido digo que las buenas novelas, poemas o dramas son siempre autobiográficos? Sin que también pueda faltar la directa relación entre la vida del narrador y la del escritor, como en “La ciudad y los perros” de Vargas Llosa.
¡Y “La Náusea” tenía que ser autobiográfica porque de otra manera no hubiera sido consecuente con el mismo Sartre que la escribía! Sartre dice (en sus textos filosóficos) que “La existencia precede a la esencia” y llega a esta conclusión poniendo -a la base de su postulado- el cartesiano “Pienso luego existo”.
Lo más importante para Sartre es la existencia –la vida vivida– que se deposita en forma de objetos o estados de conciencia. Todo lo demás o no existe o no es “real”. De modo que lo que desarrolla en su filosofía no es más que existencia vivida y transformada en conciencia.
Antoine Roquentin no accede a la náusea, a la angustia, a la cuerda floja “porque sí”, sino por medio de un largo recorrido vivencial: De observar cómo es el hombre (o los que se autollaman así) pero son “cerdos”. Observando al hombre pero comprometiéndose al hacerlo. No pulveriza o desmenuza a sus congéneres desde las frías pinzas de un quirófano aséptico, sino que se hunde en el fango de “los otros” (que es a su vez su propio fango) para que lo escatológico lo penetre y ser penetrado agriamente por la basura del mundo.
Esto es lo que le ocurre a Antoine Roquentin en “La Náusea”. Pero es el mismo proceso (aunque resuelto mediante situaciones un poco diferentes) que el experimentado por Sartre para acceder al existencialismo. Porque mucho pudo haber leído a Kierkegaard o a Nietzsche pero nunca habría accedido a la corriente de la cual algunos lo proclaman pontífice, si no hubiera vivido la filosofía existencial.
La existencia ¡su existencia! (para ser ecuánime con sus teorías) tenía que preceder a la novela que ya de alguna manera ya no es vida sino texto. Primero vivió el existencialismo, se sintió nada, vacío, con náusea, “fáctico”, absurdo y luego hizo la reducción literaria de todas esas sensaciones. ¡No podía ser de otro modo! Si hubiera actuado al revés habría tenido que decir, por tanto, que la esencia (o el mundo de las ideas o ideal) preceden a la existencia.
Vida y obra se complementan en el artista (y aunque no se crea también en el filósofo) pero aún más en Sartre. Porque aunque de modo menos agrio él fue y existió a la manera de los personajes de “Los caminos de la libertad” o de La Náusea”, al menos en sus estados de conciencia.