Mario Alberto Carrera

marioalbertocarrera@gmail.com

Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

post author

Como las plantas y como los hombres, ¡todo tiene un mismo modo de desarrollarse! Y la cultura y la civilización, ¿fruto del hombre?, sigue también sus ritmos y sus fases: El hombre nace, se desarrolla, da frutos e hijos y muere. Al final llamamos ancianidad y casi siempre es decadente.

Nietzsche –como muchos otros- creía firmemente que la civilización judeocristiana había llegado (o ha llegado ya, pese a un renacer del llamado cristianismo) al natural e histórico momento de su extinción con una ancianidad luenga, torpe y violenta (que lastimosamente no acaba cuál el enfrentamiento Kamala-Donadl) como muchos ancianos golosos que se agarran de la vida con un vigor inusitado.

La grotesca vejez de nuestra cultura judeocristiana no está teniendo un final sereno y apacible y ecuánime, con el postulado que reza que todo ha de desaparecer aun cuando de sus cenizas emerja el ave fénix cultural. Por esa larga ancianidad, sin resignación con su destino, hemos tenido que presenciar y vivir la violencia en la que estamos inmersos. Nietzsche sabía que entre más pronto llegara el postrero estertor del “anciano paciente” que es nuestra cultura, menos habríamos de sufrir todos y más pronto tendría que acabar el tránsito amargo e inútilmente prolongado. Por ello asestaba golpes y los sigue asestando contra la moribunda civilización judeocristiana, quizá con la intención de que el ciclo termine de dar la vuelta que lo cierre expedita, como la serpiente de Uxmal que con boca y cola soldadas circuncida la plaza principal.

Los griegos y los romanos no medían su tiempo con un “antes” y un “después” de Cristo como nosotros. Tenían un calendario propio que había emergido a partir del nacimiento de su civilización. Quizá lo que perfila las eras (entre otros rasgos) es el cambio de metodología para medir el tiempo y un calendario propio y singular.

Nuestra era (la era cristiana) comienza a medirse en el momento en que Cristo nace –más o menos- y ella ha hilvanado ya 2024 años. Larga y tormentosa vida ha tenido y durante esos casi más de dos milenios nos ha exhortado a desear con fruición el momento en que la muerte ha de llegar, porque Cristo enseñó que entonces da inicio la verdadera vida, la vida eterna. Aún hoy ciertas sectas religiosas se empeñan en celebrar la velación de un difunto como si fuera una fiesta, ¡y en realidad lo es para ellos!, puesto que creen que en ese momento  (en una verdadera transmutación de lo real en lo irreal) se ha pasado de la muerte (esta vida) a la vida eterna.

En realidad no existe la muerte. Pero tampoco la vida eterna como la concibe el cristianismo. Existe un eterno sucederse de vida y muerte, muerte y vida que es SER existencia.

Si no muriéramos la vida se coagularía. Tenemos que morir para que la vida continúe en otras formas. No puede haber jamás ¡vida eterna!, sería aberradamente monstruoso. Como monstruoso es el empeño de costreñir la decadencia de nuestra civilización y empeñarse en que tenga una eterna ancianidad.

La era cristiana de hecho ha terminado. Lo que estamos viviendo son solo sus fantasmas. Debemos dejar que se vaya en paz con la esperanza en que acaso todo ha de volver renovado. Que el ciclo ha de recomenzar. Porque si tercamente no dejamos que se marche, quizá sí (por tanto) coagulemos la vida. Por lo menos la vida de la especie. De la vida humana en el estertor de las armas nucleares (al uso en las guerras que vivimos) o de la polución ambiental que ya va siendo del todo intolerable e imposible de vivir. Con nuestra mano nos asesinaremos.

Artículo anterior¿Qué espera Guatemala mañana?
Artículo siguienteDebe rescatarse el Sistema de salud