Según Federico Nietzsche nuestra cultura es mala (aunque ella se proclama buena) porque ama la muerte (las guerras y las guerrillas) la destrucción y el masoquismo. Todo ello lo discute ampliamente en sus libros desde la base del aforismo.
Él censuró severamente que Sócrates haya dicho alguna vez que “vivir es estar mucho tiempo enfermo” y que “morir es un bien y no un mal”. Esto último lo dice el estagirita en la “Apología de Sócrates”. También le chocaba agriamente aquella frase del Nuevo Testamento: “Si tu ojo derecho es ocasión de pecar, ¡sácatelo!”, sin embargo la mayoría de personas de ayer, hoy y mañana ven en esas frases griegas y judeocristianas, gran sabiduría y bondad. Él veía en ellas mucha torpeza y maldad.
He dicho que el autor de “Aurora” no intentaba exactamente crear una nueva moral sino que, en su creencia cíclica “del eterno retorno” o del tiempo circular que siempre regresa a las posiciones iniciales (como siempre se regresa a la primavera después del invierno) pensaba que el hombre y la cultura debían retornar cíclicamente (que así no tiene el matiz de involución) a las instancias morales que tradicionalmente se habían clasificado como malas. Esto es, las instancias del instinto, así como Picasso quiso regresar a la escultura y pintura “primitivas” cuyas esencias plásticas le fueron altamente renovadoras, frente al cansancio de un arte florielegiado pero agónico. Picasso, los dadá y todos los siglos XX y XXI beben de la fuente de Nietzsche arrancada a Schopenhauer, al budismo y a “Los Vedas” que serán renovadores. En otro artículo de esta serie he tratado amplia y gratamente estos influjos. Porque aunque FN. llegó a “odiar” intelectualmente a Schopenhauer nada sería sin éste, como éste nada sería sin el mundo religioso de Oriente donde descansa Buda como un Cristo oriental que proclama el no desear antes que el amor.
Por siglos y siglos (desde Sócrates y Platón pasando por Cristo hasta nuestros días) la condena de los instintos fue casi total. (El Renacimiento es una excepción) Nietzsche con Schopenhauer les lanzaron el salvavidas del rescate inmoralista y Freud tiró de él hacia una playa acogedora y espléndida: la de “El malestar en la cultura”. Del mismo salvavidas que los presocráticos y su “naturalismo” habían confeccionado pero que quedó inerte y rígido por siglos.
Porque el hombre agarró un tenebroso miedo a sus propios instintos (los condenó a la torre de Segismundo de Calderón) y los llamó malos sin más. Respetó a la razón como reina del universo, la misma razón que -con el fin de ahogar a los “malos” instintos instituyó soberana y produjo paradójicamente en su nombre miseria, guerra, muerte, enfermedad- porque con los cuatro jinetes del Apocalipsis monta ella.
¿Y los instintos? Ahogados, sofocados y despreciados. Y su imperio de intuición, imaginación y fantasía: ¡despreciados! Pero lo que es peor: ¡la Vida!, porque los instintos son la fuente de ella, de la supervivencia de la especie y del hombre, tenida y tachada por mancha y pecado. Es decir, lo vital, lo que empuja hacia adelante, lo que no se deja morir…
Nietzsche (haciendo eco de Schopenhauer aunque no lo quiera) declara enfáticamente que los instintos son buenos. Que son fundamentalmente lo bueno, porque son la única garantía de la Vida. Y mientras que la razón nos ha llevado continuamente a la muerte, en cambio los instintos (pese a la guerra, el dolor y la miseria) continúan tercos insuflando vida en la vida y hasta vida en la muerte.
Pero ninguno de los dos maestros: proponen un desfogue, un desboque brutal de los instintos. Proponen como los poetas románticos (Holderlin, Schiller) una nueva era en que la vida (los instintos) comanden la Vida con su afán de sobrevivencia y una condena total a todo cuanto haga peligrar la estabilidad de la especie: guerras, gases contaminadores, fábricas polucionantes, manipulación religiosa. Proclaman (renegando de toda cultura anterior) que los instintos son buenos y bellos ¡y respetables!