Desde el momento que nacemos –y acaso desde antes- todos nuestros actos son valorados inexorablemente por los demás o por nuestra conciencia. A todo cuando hacemos se le coloca la impronta o la etiqueta de bueno o malo. Si el niño defeca pronto en su bacinica es bueno, pero si se empeña en hacerlo en los pañales es malo. Si come todo lo que le dan –sin llorar y sin rechazarlo- es bueno, pero si es melindroso y selectivo, entonces es malo. Si juega con sus genitales (en curioso y sabio impulso por cumplir con el “conócete a ti mismo” de Sócrates, es malo) pero si se mantiene maniatado e inerte es bueno.
Toda nuestra infancia, adolescencia, juventud y madurez gira sin parar alrededor de los valores, de la valoración. Nada podemos hacer sin que sea calificado. Si se obtiene un título es bueno. Si uno se divorcia es malo. Si uno se llena de deudas a plazo y las paga es bueno, sobre todo la hipoteca de una casa. Pero si uno se atrasa un poquito es muy malo. Hasta el tiempo que uno se tome para ir al inodoro tiene una calificación y, por tanto, una valoración que ata, encadena y tortura inflexiblemente. Pero sobre todo se es bueno si uno es religioso, ajustado y conformista (no cuestionador ni menos ateo) y espantosamente malo si uno no tiene religión (la que sea, no importa, pero sobre todo la que comanda el medio) no se ajusta corderilmente y no se conforma con que nadie le diga esto es blanco o esto es negro, sin ponerlo en duda. Porque los espíritus más libres (es decir, los más hambrientos de saber y salir de la oscuridad religiosa) son los malos.
Nietzsche (con Ree) pronto se dio cuenta de que el mal es el bien y que el bien es el mal. Llegó a la conclusión que los hombres más sabios, más inteligentes, más libres y capaces fueron tenidos en un momento dado por malos, subversivos e irreverentes contra Dios. Y que años después se los consideró “buenos” y descubridores de grandes “bienes” para el hombre como los inmolados Servet o Giordano Bruno o el mismo Sócrates obligado a comer la cicuta por corromper a los jóvenes buenos.
Desde luego muchos habían tenido esta intuición. Cercanamente, a Nietzsche la había experimentado genialmente Schopenhauer. Sin embargo, el gran mérito del autor de “Más allá del bien y del mal” radica en vociferar públicamente que la etiqueta de bueno y de malo, colgadas al cuello de la humanidad por siglos (como insoportable ruedas de molino) había sido aceptadas sin chistar y como la forma de coerción más esclavista que jamás se haya inventado –porque los sacerdotes, los poetas de parroquia y hasta los filósofos de barbería- afirmaban contundentemente que las etiquetas las confeccionaba y las mandaba a colocar (entre agruras, truenos y rayos) ¡Dios!
Sin embargo, el siglo XIX (siglo de Darwin) se entera por los menos a escala de algunos pensadores que Dios no fabricó directamente al hombre, que el hombre es posible efecto de algo que nunca fue planeado, que su alma acaso sea concentración cualitativa de energía y materia y que “eso” que hemos llamado Dios por siglos y al que le hemos echado la responsabilidad del bien y del mal quizá sólo sea una energía ciega, sorda y muda a la que le importa un bledo nuestra moral y nuestras boberías humanas.
Por tanto, si no existe un Dios providencial que funda religiones y manda su hijo al mundo para redimirnos, ¿quién es entonces la causa metafísica de lo que graciosamente llamamos bien y mal? Si ese Dios providencial no existe, ergo la valoración de bueno y malo es invento del hombre, pero ¿de cuál hombre? ¿Y con qué fines?
Nietzsche es fundador de una nueva moral o, si se quiere, impulsor de un regreso a los inicios que, en su pensar, no sería regresión (en el sentido de involución) sino de regresar al ciclo inicial –como retorna la primavera cada año- ¡siempre la misma y siempre distinta!