Los viejos filósofos vieron en los instintos, los sentidos y la carne una especie de maldición. Una maldición que sólo podría venir de alguien como el demonio cristiano. El mismo Schopenhauer ha dicho ¡muy a mi pesar!, por lo mucho que lo admiro, que el hombre sabio es el que (en la contemplación de las ideas) puede desligarse poco a poco de la irracionalidad del dolor que la “Voluntad” produce. En la terminología de este filósofo la palabra “Voluntad” debemos entenderla como sinónimo de instintos.
Yo me pregunto constantemente no tanto qué es el hombre sino ¿por qué somos hombres? Formularlo así (y no del modo tradicional filosófico antropológico) me viene como anillo al dedo, me cae mejor.
¿Somos hombres sólo por las facultades y potencias espirituales o de los que llamamos alma? ¿O somos hombres por la combinación de lo espiritual con lo instintual…? Y aún más: ¿qué quedaría del hombre si de su ser borráramos los instintos, es decir, la “Voluntad” de Schopenhauer. La “Voluntad” que muy en el fondo él despreciaba o al menos un sector.
Gandhi (que estaba obviamente muy afincado y asentado dentro de la vieja tradición védica) elaboró la fórmula fundamental de su existencia sabia poniendo en juego la renuncia a o de dos mundos. No posesiones. No pasiones. Que no son otra cosa que las mismas columnas sobre las que toda la religión y la filosofía hinduista se siembran y cimientan y en consecuencia constituyen también cimiento de toda la fe de occidente que, del diente al labio, pregona la idea de la pobreza y el amor.
Los instintos, los sentidos y la carne han sido tradicionalmente vituperados y condenados. Así lo hizo en parte la vieja India, la antigua Grecia, el altivo Egipto. También la orgullosa Roma y la mayoría de creencias llamadas “profundas” de nuestro mundo y hemisferio Occidental.
El hombre se ha empeñado ¡alucinado!, en negarse por los siglos de los siglos.
El hombre teme a su carne y a sus instintos. No ve más que al demonio reflejado y retratado en ellos. Sólo muy eventualmente (y en interregnos muy débiles y frágiles) el hombre y sus civilizaciones y culturas ha permitido la florescencia de Dioniso, esto es, la voz de la tierra, la leche que de los senos brota fecunda, el llanto y el dolor que de la pasión inútil emerge y nos transforma en héroes, al menos en la tragedia griega.
El hombre cristiano desprecia sus instintos. Pero qué sería el hombre sin ellos. ¿Dónde estaría depositada la “Vida”? ¿Quién acunaría las voces de la sangre si no rugieran desde el fondo de la carne?
Hemos cubierto con un manto de vergüenza, de culpa y de pecado los rasgos más vigorosos de la hombría, los elementos más chispeantes de la “Vida”, los perfiles que hacen del hombre un ser inmortal en la eternidad del sexo y la proliferación incontenible de la especie.
¿Por qué vituperio sobre nuestros instintos? ¿Por qué, si a través de ellos y por ellos nos viene la única posibilidad de ser realmente y verificadamente (en el contexto humano) eternos?
El mundo de los instintos y de las emociones aún no ha sido suficientemente valorado. Sigue imperando la valoración hegemónica de lo racional, de la contemplación de las ideas. De la eterna búsqueda del noúmeno que por su misma naturaleza no es. Porque como hombres no lo podemos conocer (no tiene existencia humana) ¡y por tanto no existe!
El hombre transcurre por la vida en un permanente chocar y entrechocar. La filosofía y el pensamiento acuñado en la fe han querido redimirlo de ese dolor ciego, contundente y traumático. Mas sin embargo el ser del hombre exige y pide desgarrarse para ser. ¿Qué hombre sería aquel cuya carne no fuera desgarrada en una cruz?