Mario Alberto Carrera

marioalbertocarrera@gmail.com

Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

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Una de las más destacadas ideas tópicas (y casi tópico por excelencia) a lo largo de la historia de la filosofía, es la de que el cuerpo no es otra cosa que la prisión del espíritu.

Esta creencia viene desde la más antigua India, pasa por el Egipto de los faraones, penetra con fuerza en Grecia y, allí, la exponen como magno teorizar: Empédocles y Platón (Sócrates) entre otros. El cristianismo también se hace portavoz suyo y arriba a nuestros días con gran pujanza y casi sin menoscabo pese a los positivistas.

No es propiedad exclusiva de ninguna secta ni tampoco de ninguna escuela filosófica en especial. Por tanto se podría afirmar que es y viene a ser casi un postulado que sobrevive los avatares de las distintas culturas que ha atravesado.

Pero creer que encierra verdad es –indudablemente también y por la misma razón– enfocar lo corporal y lo biológico como algo despreciable. Como un pobre y lamentable vehículo lleno de enfermedades, deficiencias y limitaciones.

Tanto es así que algunos pensadores han afirmado que muchas de las causas por las que no llegamos a conocer más profundamente todo aquello que es materia y tema de su reflexión, se debe a que el cuerpo y sus sentidos nos engañan… Si sólo fuéramos mente o alma, el conocimiento sería más profundo y más pleno (dicen ellos) porque el cuerpo entorpece el conocer.

De esto entonces podríamos concluir que el cuerpo es no sólo cárcel del alma, sino también obstáculo para el pleno conocimiento. Lastre, pantalla, caverna (como decía Platón) que nos impide y limita las posibilidades de ser más y más sabios o quizá hasta semidioses.

Conocemos asimismo sólo la apariencia de las cosas y no sus esencias (el fenómeno, pero no el noúmeno) también porque el cuerpo ¡y sus sentidos!, son como un par de anteojos de ciego ¡absolutamente ahumados!, que no permiten la penetración diáfana de los misterios de la vida y el universo, de todo aquello que llamamos arcano.

Quiere decir -según estos filósofos llamados “grosso modo” idealistas- que la mente o espíritu es todo poderoso, infinitamente capaz de conocer y pleno en la virtualidad de su inteligencia. Mientras que los sentidos no nos sirven para nada (quizá sólo para experimentar dónde hay fuego y no arder o dónde hay mucho frío y no pescar una pulmonía) y encima de que no sirven para nada (es decir para nada valioso en cuanto a conocimiento) vienen a desempeñar el pobre y lastimoso papel de cárcel del alma…

Por otra parte hay quienes consideran los sentidos, además, como  fuente de todas nuestras desgracias: porque por medio de ellos (y en el meollo de ellos) es donde se dan los apetitos, las ansias, las pasiones, los deseos incontenibles. Pues el cuerpo es la sede y la raíz del mundo instintivo y sus inaplazables imperios.

Instintos, sentidos y carne: tres instancias despreciables y vituperadas a lo largo de los siglos. Tres instancias donde la naturaleza del hombre irrumpe y se desarrolla voraginada. Tres rasgos fundamentales. Tres pecados capitales. Tres vergüenzas.

Pero precisamente el ser del hombre ¡por más que duela, moleste, hostigue a los antiguos y trasnochados filósofos idealistas!, está plenamente condimentada y estructurada por los instintos, los sentidos y la carne. Si uno de estos tres faltara seríamos cualquier cosa ¡menos hombres! Es por eso que cada vez que los lanzamos al bote de la basura, estamos colocando también en el mismo tacho la carne frenética y estremecida que nos convierte en palpitantes criaturas del universo.

¿De dónde hemos sacado dioses míos la triste idea de que los sentidos, los instintos y el cuerpo son la cárcel del alma? Quizá de un desprecio a nosotros mismos, cuyo veneno aún no hemos medido porque ya habríamos advertido su ponzoña hasta en las uñas.

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