La cultura y las civilizaciones se han propuesto asesinar a los instintos. Yo propondría más bien sumergirnos ¡tan profundamente en ellos! que los terminaríamos transustanciando (de aparentemente enemigos) en amigos.
Pero ha sido más fácil, menos engorroso y más “excelso” y admirable condenarlos a priori en el contexto sobre todo religioso. ¡No tocarlos! ¡Porque cuidado que queman! No ensartarles un espéculo o menos un bisturí porque pueden diabolizar nuestros destinos.
Es muy sencillo guillotinar las sombras que emergen en la oscuridad de la noche diciendo que no son nada ni valen la pena. Pero más tarde esas sombras pueden convertirse en incontenibles huracanes que, de verdad, no podremos domeñar y restringir.
Porque los instintos (los reconozcamos como importantes o no en nuestra vida o en nuestras vidas) de todos modos imperan. Son ellos los que nos hacen apartarnos y alejarnos de la muerte, aunque la muerte sea tan apetecible en momentos de desesperación.
Los instintos y la carne son los guardianes de “la casa del ser” (parafraseando las palabras de Heidegger) del ser del hombre como especie y, por lo tanto, como hombre en sí. Porque él no es nada sin lo gregario, desgraciadamente…
La vida, el hombre, los planetas palpitan y dan vuelta en sus sistemas porque la energía (que es esencia de los instintos o es el instinto en sí) los impulsa y los hace vibrar.
Pero resulta que la seguridad de la vida y su garantía de permanencia, son nuestros enemigos: La cultura los ha planteado, situado y ejecutado así. ¡Qué clase de cultura es la nuestra que odia y nos ha enseñado a odiar las potencias que nos mantienen vivos!
Hemos creado una cultura de unos 5,000 años enemiga de los perfiles y rasgos fundamentales del hombre y del Dioniso de París y su cenáculo. Temerosa de los instintos, dictamina (contumaz desde la cátedra) que ellos no deben ser tomados en cuenta ni vistos por aviesos. De esta manera el hombre niega que en su morada interior haya cuadros, adornos, alfombras, muebles, habitantes y fantasmas que lo pueblan ¡y lo poseen!, mientras él (cual un estúpido muñeco de ventrílocuo de la civilización) ridículo, los desmiente.
¿Es posible que usted en su casa tenga enormes objetos, muebles, cuadros y hasta un fantasma “particular” que jamás haya visto? Yo supongo que usted conoce palmo a palmo y centímetro a centímetro cada recodo de su residencia ¿no es así? Entonces, ¿cómo es posible que de su interior morada usted no sepa exactamente lo que hay en ella?
Sin saber cómo jugar y cómo hacer más positivas las esencias más claras de la vida, esto es ¡los instintos!, la cultura cristiana (en la que seguimos inmersos) prefirió condenarlos. Pero no se dio cuenta (en un acto de tapar el sol con un dedo) que no iba a ser tan sencilla la negación.
Pues la cosa que resultó es dolorosamente desgarradora: Es la escisión del ser del hombre, es la esquizofrenia cultural, es el conflicto eterno y rencoroso en que se debate el mundo desde siempre ¡jamás! Es la guerra interpersonal, Internacional e intrapersonal.
Desde que en permanente atentado de la civilización, los instintos tratan de ser asesinados, desde ese mismo momento se instauró la esquizofrenia en la cultura. Es decir, la incomunicación de unos sectores de la vida con otros. El globo por ello no es más que un inconmensurable manicomio donde los llamados locos buscan lugares de retiro para descansar o tomarse un “recreo” y poder seguir soportando la insania de los llamados cuerdos que dirigen las guerras.
La guerra es la demostración más evidente de lo que he venido diciendo en otros artículos. Los instintos cuando revientan explosivos es porque no aguantan más. Entonces el Apocalipsis se desata porque en la cultura que hemos inventado (fundamentalmente represora de lo instintual) las guerras son tan necesarias como acaso las bacanales de Dionisio que, de tarde en tarde, destapan también las urgidas ollas de presión del erotismo, como el cuadro de La bacanal o festín de los Dioses en una olimpíada parisina, que nunca imaginó Jan Hermansz, Van Bijlert.