No podríamos afirmar que “Mientras yo agonizo” –de William Faulkner- es una novela de tesis psicológica. En todo caso se sitúa más en lo ontológico o en lo antropológico puesto (que de los actos y actitudes de cada uno de sus personajes) nos enteramos y vamos calando la imagen que de Jewel (por ejemplo) tiene cada uno de sus hermanos y sus padres. El lector conoce a Jewel no tanto por lo que él hace o deja de hacer (acciones) sino por lo que por los demás creen que es Jewel. La conciencia de los otros forma mi yo y mi yo quizá exista mientras los otros le dan ser.
El hombre no es libre. Aunque las Constituciones políticas digan ufanas que sí. Su libertad o sus cadenas dependen de lo que se piensa acerca de él. Nunca somos nosotros mismos, sino lo que el prójimo espera que seamos. De allí que siempre estemos temerosos de ser como en realidad somos con autonomía e independencia. Y lo más importante de todo este aquelarre es que quien dirige nuestro comportamiento es (además de la opinión y el qué dirán de los otros) nuestra conciencia culpable. O la contracara de la moneda: La rebeldía ante la culpa.
Todo gira entorno de Addie Burden (como personaje central aunque no protagónico) de “Mientras yo agonizo”. Y sus instantes finales y su muerte dan tétrico pie para que los hijos y el padre vayan desfilando ante el lector, no tanto tal como son, sino como son ante los ojos de cada uno de los que participan de la novela. Y verdaderamente nadie queda a salvo. La visión que cada quien tiene del otro es aterradora (para tal vez borrar la culpa que se experimenta ante la agonía de la madre que nadie ha hecho feliz) pues destruyendo al hermano o al padre –o a la misma difunta- las cargas culpables se aligeran y se sienten menos. Y uno se convierte en el ángel que quiere ser y en el ángel que los otros esperan.
Todos los que están y forman parte de “Mientras yo agonizo” son despiadados. Elenco maldito si fuera una obra de teatro. Familia terrible por la vía de los Karamazov. Mezquinos. Llenos de odios y rencores ésta que retrata Faulkner en esta novela. Tal vez un poco más que otras o menos que algunas que yo he conocido. Con personas y personajes que dicen amar, pero que nunca lo demuestran. Muy al contrario, cuando hay que demostrar algo, ello es la manera de disminuir al odiado y hablar lo menos posible de sus virtudes: se habla solo de sus defectos.
Por ello digo que “Mientras yo agonizo” no es propiamente una novela de género psicológico. Si sienta tesis, esta tiene que ser más global: Es un retrato del hombre y una radiografía del alma. Creo que quizá la mejor forma de definirla (aunque con un lenguaje muy escogido) sería decir que hace una fenomenología ontológica: Faulkner trata de hacer generalizaciones y llevarnos a la conclusión de “¿Cómo son los hijos?” “¿Cómo son las madres y los padres?” “¿Cómo es el hombre en general?”
Sin embargo, a esas conclusiones nos hace arribar partiendo de hechos muy peculiares y particulares. La única que grita y llora, por ejemplo, a la hora de la muerte de la madre, es la hija. ¿Por qué? ¿Por qué es lo que se espera de las hembras? ¿O por qué en realidad está sintiendo la partida de Addie? Los varones y el padre no lloran, solo sienten el llamado del deber ante la difunta y por ello la transportan hedionda –durante días y días- hasta el sitio donde ella quería ser enterrada, en una carreta que se deshace a pedazos entre viento y marea. Pero jamás escuchamos “una pobre mamá, cómo la queríamos, murió llena de soledad”. O algo parecido. Nada. Silencio y acción de llevarla a enterrar y punto. Los varones no tienen lágrimas ni sus ojos se sensibilizan ante el dolor ¿o es que no sienten dolor? Ni siquiera Darl –el rechazado- que parece –paradójicamente- ser el único que la quiso. Menos Jewel –todo tiesura- quien quizá hubiera sufrido más por la muerte de su caballo (durante el periplo) que por la de su propia madre.
Lo más terrible de la novela es que Addie parte para siempre y a nadie le importa mayor cosa. Será así –tarde o temprano- con todas nuestras muertes… ¡Esta posibilidad me derrumba!, pese a que tampoco seré testigo de tal calamidad.