“Mientras yo agonizo” del estremecedor novelista estadounidense William Faulkner, presenta, discute y plantea –entre otras cosas- las ricas miserias de una familia campesina del profundo Sur de Estados Unidos y le hace una radiografía tan despiadada que poco o nada queda de ella respecto a virtudes. Sin embargo (y pese a ese desnudo tan procaz) podemos comprender que a su manera la familia de Addie y Anse Brunden –pese a todo- se quieren entre sí aunque en enormes y acres paréntesis de amargura (que engrandecen su amor) pero también lo fermentan de cieno.
Pocos escritores han tenido la fortuna de calar con tanto rigor y punzante taladro el seno familiar como William Faulkner. Se le acerca –en este sentido- un poco el español Camilo José Cela con “La familia de Pascual Duarte” y el mexicano Carlos Fuentes con “La muerte de Artemio Cruz” excesivamente quizá a la zaga de Faulkner y su “Mientras yo agonizo”.
Faulkner conoce y sabe lo que es la pudrición familiar con la misma perfección de otro compatriota suyo: Eugenio O´Neil y su “Viaje de un largo día hacia la noche” que inspirara una modesta tragedia mía intitulada “La Cólera” (estrenada finalmente como “Expreso a Pandora”) y que como casi todo lo mío se ubica también en la línea del conflicto y el drama familiar, es decir, la relación odio-amor con los padres, los hermanos y la mujer y los hijos que más tarde tuve no sé si para mi bien o para mi mal.
Conocer como Faulkner en “Mientras yo agonizo” el núcleo familiar, es poderlo ver con absoluta objetividad y absoluta pasión al mismo tiempo, aunque ello parezca un disparate. Porque en esta novela así se enfoca: Las pasiones no se disimulan, los odios y rencores entre padres e hijos y hermanos, tampoco. Todo está visto objetivamente ¡jamás idílica o idealmente! Y con gran pasión. Con esa pasión que viene de conocer algo sin temerle y sin tratar de modificarlo por “el qué dirán”. O nosotros nunca fuimos así porque mi madre fue una santa, mi padre un beato y mis hermanos unos mansos corderos ¡nada de eso!, no existe una familia de esa laya y este es el mito que trata de derrumbar Faulkner en “Mientras yo agonizo”: el mito de la madre perfecta (que no es erótica ni agresiva ni vengativa, tal como lo exige el abnegado Día de la Madre) o del Padre sin bajezas ni mezquindades ni tacañerías.
Sin caer en un absurdo y poco artístico (naturalismo realista) Faulkner va haciendo desfilar –en “Mientras yo agonizo” toda la sarta de especias con que se condimenta la levadura humana, con una técnica verdaderamente innovadora dentro de la novela de los siglos XX y XXI (con Joyce y Proust, Faulkner es uno de sus grandes innovadores) en la que hace hablar y dar su propio y peculiar punto de vista a cada uno de los personajes, con lo que logra una especie de perspectivismo cubista a nivel de lo psicológico que no plantea la verdad como propiedad de uno solo de los personajes, sino que cada uno de ellos (a la manera como ve la verdad Ortega y Gasset, según la circunstancia) tiene la suya propia.
La madre ve defectos en todos sus hijos, menos en uno: en Jewel (basta fijarse bien en el nombre que le puso) pero todos los demás hijos no ven en Jewel ninguna virtud ¡naturalmente!, sino sólo defectos, porque es el don perfecto de mamá.
En ello está basada la grandeza del conocimiento que de la familia (conocimiento estético y no científico, obviamente) posee Faulkner: En el perspectivismo que la enfoca. Pero en un perspectivismo –como he dicho- no frío sino apasionado. Porque cada cual a su turno de expresarse lo hace con absoluta pasión y condena de los otros miembros de la familia.
Con Faulkner habría que decir –parafraseando a Sartre- que el infierno no son “los otros”, sino “los otros” miembros de la familia.