Nadie podría discutir (o estar en desacuerdo) que del “inconsciente” sólo conocemos sus efectos. Se habla mucho de él y se ha escrito bibliotecas enteras para describirlo, conocerlo, calarlo, desmenuzarlo… ¿Pero dónde está el “inconsciente”? ¿Y qué es el “inconsciente?
Hasta en revistas de cierta circulación masiva –y sin especialización– he visto artículos sobre el inconsciente, sus razones y raíces. Y no es raro que en la conversación cotidiana (aun en la de personas más ordinarias y corrientes) escuchar frases como: él lo hizo inconscientemente o: el inconsciente nos juega de modo traicionero.
Si pudiéramos hablar del inconsciente como de algo objetivo, menos hipotético y más concreto como se habla del cerebro y sus cualidades motrices, por ejemplo, el “inconsciente” perdería calidad de tal. Es decir, sería algo no inconsciente sino consciente. De ahí que no me deje de dar cierta desconfianza cuando veo que se escriba y se hable de algo ya a nivel de muchedumbres, cuando ese algo nadie debe saber qué es –exactamente- para que conserve sus misteriosos rasgos de incógnito, de desconocido, precisamente de inconsciente.
Sin embargo, desde el punto de vista de la fenomenología (que intenta llegar a la esencia de algo describiendo sólo los fenómenos o rasgos externos de ese algo) sí que podemos hablar del inconsciente sin pecar de novelescos o desorbitados.
¿A qué se le llama en concreto “inconsciente”? A una serie de hechos, acciones, comportamientos, sueños, poemas, palabras que nunca se quisieron pronunciar (pero el pez por la boca muere) y que son como la cara clara que afirma o niega cosas de la cara oscura de una luna internalizada en nosotros.
Entre la conciencia y la inconciencia, es decir, entre la cara clara y la cara oscura no hay comunicación o contacto directos. A veces, incluso, son dos mundos que no se comunican para nada, aunque vivan dentro del mismo seno. Hay personas que hacen cosas que luego afirman contundentemente que nunca en su vida han hecho con una seguridad y una tozudez que convence a cualquiera. Estas gentes son las que han cerrado toda comunicación entre su conciencia y su inconciencia y uno las puede reconocer –entre otras cosas– porque afirman con vehemencia que nunca sueñan.
Sin embargo, aunque sólo conozcamos algunos de sus efectos –humor negro e irreverencia– el “inconsciente” existe, igual que muchos sostienen la existencia de Dios por sus efectos y obras, aunque nunca lo hayan visto. Ahora bien, hay que hacer hincapié en que, al hablar del inconsciente, hay que hacerlo con mucho cuidado y rigor ¡y con mucho talento!, como se habla de las cosas y los hechos que corresponden todavía “a la constelación del misterio”.
Freud dejó plasmado un concepto muy claro de lo que él entendía por inconsciente. Jung lo aceptó tal cual como si fuera un postulado o proposición. Pero luego siguió escarbando y encontró otras cuevas y cavidades (más debajo de lo que había llegado Freud) y topó con el “inconsciente colectivo”. De manera que yo no diría –como lo hacen algunos– que el concepto de inconsciente de Freud se opone al de Jung. Yo diría que más bien se complementan. Que lo de Jung es ampliación riquísima de lo de Freud. Pero que por ahora –y hasta el punto donde ha avanzado el espíritu humano– nos es más fácil comentar y calar el concepto de inconsciente freudiano que el jungiano. Algún día no muy lejano lo que ha dicho el suizo sobre este tema tal vez sea más tomado en cuenta –y más importante– que lo que en el mismo aspecto describió Freud. El hombre, dentro de algún tiempo, estará más liberado para intuir el fantástico inconsciente de Jung (o quizá apoyado en la IA) que por ahora parece a muchos como ciencia ficción.
En el inconsciente de Freud caben muchos elementos, tantos como en un cofre de magnitudes legendarias. Pero en el adamantino cofre de Jung y por su estelaridad podemos suponer auroras que acaso aún no son más que hipotéticas.