¿Es el hombre un ser encadenado? Y si en verdad lo es ¿de qué material o índole están hechas sus cadenas, sus grilletes, su sujeción?
Por los siglos de los siglos las diversas creencias y pensadores que han surgido nos han machacado en sus enseñanzas -hasta la saciedad- que la vibrante carne que se pudre engusanada en la huesa, constituye nuestro más despreciable patrimonio y herencia. Que es ella la que induce al pecado y la que genera la vergüenza que en el confesionario atenaza.
Pero la carne y los instintos (los instintos que son los guardianes celosos de la existencia) vienen a ser también los pilares de cuanto ES. De allí que durante los últimos cien o ciento cincuenta años haya surgido un movimiento de pensadores que intenta revalorar la Vida en sí. Porque a partir de la Vida aparecerá el espíritu y no al envés como proclama el idealismo. Por eso los existencialistas afirman que “la existencia precede a la esencia”. ¡Qué contundencia, qué revolución y qué cambios¡
Este pensamiento existencialista-vitalista (aunque es nuevo frente a la tradición de más de dos mil años de Filosofía) no nace (como todo en la Cultura) por generación espontánea. Como todo el pensamiento de Occidente, hunde sus raíces en la Grecia Antigua y algo en las corrientes de pensamiento (llamadas sin sentido primitivas como el hinduismo) que rinden culto a los ciclos de la naturaleza, a la gravidez permanente de la Tierra, a la explosión libidinal y a sus símbolos sexuales como el falo (es decir erótica) que brota incontenible en el vientre de cada ser del universo tal y como lo creen los mayas o los mexicas.
Grecia y su Dionisio (aun cuando estuviera en permanente pugna y enfrentamiento con Apolo, monarca de la contemplación de las Ideas) es quien inspira a la corriente vitalista existencialista de hoy para revelarse contra un pasado ¡y también un presente!, que solamente respetaba y valoraba la zona mental del hombre consagrada a lo que tradicionalmente es espíritu y Razón.
En contrapunto a la Razón, Dionisio es un dios que ríe, que danza, que canta a la Vida lleno de entusiasmo y que en los perfumados jardines persigue a las ninfas con el disfraz de fauno. Es un dios que se presenta semidesnudo y que no se avergüenza de sus atributos carnales. No cubre su cuerpo con largas y avergonzadas túnicas ni presentan -sus imágenes- unos rostros llorosos cuyos ojos lastimados por el llanto solamente buscan la eternidad y no el mundo.
Quizá no todas las corrientes de pensamiento que Dionisio y su fuego vital ha inspirado en nuestro hoy, sean optimistas o cantoras como el dios de las viñas, como el dios de la tierra preñada. Hoy asimismo hijas de él que tiene una cara adusta y desconsolada –el existencialismo más clásico- pero que no obstante aceptan la finitud y frustración humana sin levantar y erigir mecanismos de defensa espiritual, inspirados en densas alucinaciones compartidas colectivamente.
Porque el vitalismo dionisíaco, aunque canta y ríe tiene eso: Aceptar que el hombre no es otra cosa que un sencillo eslabón de la eterna cadena de nacimientos y muertes. Aceptar esto -desde luego- ¡es muy duro!, pero las religiones más profundas y antiguas de la India sí que lo ven así. Así ven al hombre y así ven su destino ¿Por qué habría de ser el hombre superior al águila, al planeta, a la nube o la callada vaca.
La Tierra y demás planetas del sistema solar desaparecerán cuando el Sol se enfríe y se torne quizá en un cadáver criogenizado que flote en el espacio o se desintegrará lentamente en él para formar acaso otros cuerpos celestes. Sólo el hombre quiere ser la excepción que rompe las reglas del universo, sólo él cree que se salva y escapa de la cadena inconmensurable de nacimientos y muertes, sólo él padece de un deliro de grandeza tal que se siente superior al Sol.
Dionisio ríe a pesar de que sabe que ha de morir en el próximo invierno. Lo sabe y lo vive intensamente.