-En el mes del centenario del fallecimiento de Franz Kafka-
Inseguro, ignorante, endeble, poco talentoso, haragán e improductivo. ¡Así se sentía Franz Kafka! ¿Cómo deberíamos vernos nosotros –mortales comunes- ante él?
El autor de “El Proceso” o “La condena” no era realmente así. Era y es –por el contrario- dueño de uno de los talentos y sensibilidad más acendrados y descollantes de los siglos XX y XXI y realizador de una de las obras más estremecedoras e intuitivas del humano de todos los tiempos.
Pero en su carta al padre escribe cosas tan subestimadoras de sí mismo como las siguientes:
“Como no me sentía seguro de cosa alguna, como a cada instante necesitaba una nueva confirmación de mi existencia, y nada tenía que fuese de mi propiedad precisa, indudable, exclusiva, un hijo desheredado en verdad, lógicamente también lo más próximo el cuerpo propio se volvía inseguro; crecí estirándome hacia lo alto pero no sabía qué hacer con ello. La carga era demasiado pesada, la espalda se encorvó; apenas osaba moverme y menos aún hacer gimnasia, y quedé débil. Me asombraba de todo lo que aún tenía a mi disposición como si fuesen milagros, así por ejemplo de mi buena digestión; eso bastó para perderla y con ello quedó allanado el camino hacia cualquier hipocondría, hasta que luego con el esfuerzo sobrehumano del deseo de casarme (todavía volveré sobre eso) brotó la sangre de los pulmones”.
Y al leer lo que el escritor pensaba de sí mismo y al ver en siniestras palabras su imagen, no tenemos más remedio ni camino que asombrarnos de un proceso (como el nombre de uno de sus relatos) tan sobrecogedor y casi inexplicable. Pues milagro funesto fue el hecho de cómo pudo el Padre lograr que el Hijo –todo un genio- se sintiera ¡tan niño, tan microbio, tan poco merecedor de cualquier dádiva de la vida!
Pero lo que asombra ¡todavía más!, es que Kafka conociera más o menos bien sus tormentas interiores –el origen de las mismas- (y el Dios todopoderoso que las fabricaba “artificialmente”) en el sentido en que no eran reales y objetivas. Pues lo objetivo y lo real era el talento del escritor, en tanto que lo fantasioso y mágico era la imagen falsa que el padre había fabricado ¡diabólicamente!, del hijo dentro del hijo.
Eso es lo que yo siempre trato de explicar en mis conferencias e intentaba en mis clases cuando les hablo del psicoanálisis como espéculo para la cala de la ¡cultura!: es increíble pero es cierto que la fantasía, los fantasmas mentales y la imagen deformada que tenemos de sí mismos o de otros son más potentes que la verdad o la realidad mismas. Y de ahí que sea tan importante, urgente y determinante el conocimiento de nuestros procesos inconscientes y mórbidos a nivel de la psicología profunda.
El caso de Kafka es de lo más ilustrante en este y en muchos sentidos. Más sin embargo –como he dicho- el autor de “La Metamorfosis” no desconocía –como la mayoría de los hombres- la causa y los motivos de su sensación de impotencia e incluso de su hipocondría que finalmente poseía la garra destructiva de convertirse en enfermedad psicosomática. Pues en la época de Kafka quiero decir en su juventud, la tuberculosis fue una enfermedad generada muchas veces por grandes descompensaciones emotivas, como hoy el cáncer.
Más sin embargo y no obstante la maldición paterna fue en el caso de Franz poderosísima (¿o siempre tiene la misma potencia pero tratamos de ignorarlo?) de modo que el escritor –en una especie de círculo vicioso- producía obras inconmensurables que después empequeñecía y derrotaba la imagen y la voz del padre introducidas cavernosa ¡y siempre comandante!, en las entrañas desgarradas del narrador. Una especie de milagro funesto que sólo podemos entender porque la vida es absurda como los sueños.