La democracia representativa y participativa ha puesto de moda –como una mascarada más de los embustes de la civilización- el plebeyismo, que consiste en rasar a todo el mundo y ponerlo a la misma altura y medida. Nadie descuella más. Nadie es más importante que nuestras vidas grises. Sólo los reyes constitucionales se alzan sobre la muchedumbre, mientras todos nos vamos convirtiendo lentamente en masa (aunque en masa tiktokera) y nuestras vidas en tristes masificaciones que se van disolviendo en el gris ambiente de la más alta de las civilizaciones: la de los siglos XX y XXI.
Ya no tiene mayor crédito la proposición de que la cultura, de que la civilización avanza gracias a la aparición, al resurgimiento y laboriosidad de ciertos hombres superiores como pudieron haber sido Demócrito, Zoroastro, Eurípides, Erasmo o Herbert Marcuse.
Lleva más simpatía hoy –y se recibe con municipal beneplácito- el punto de vista de que en verdad “todos somos iguales”. Las maras, las clicas y las muchedumbres sonríen complacidas al ser valoradas –pese a su general mediocridad amoral e intelectual- iguales a quien se pasa la vida (como el Doctor Fausto entre libros y documentos) sin dar lugar a la voluptuosidad, a las drogas y a la corrupción e impunidad ambiente.
Quienes inspirados en Ortega, en Nietzsche, en Unamuno (los tres en oposición a lo epicúreo) señalamos que la salvación del mundo (si es que el mundo tiene salvación en su inmanente podredumbre) podría estar en sus hombres superiores, ilustres, de espíritu aristocrático (que viene siendo opuesto a democrático) de intelectual distinción, como los grandes poetas y los profundos pensadores, o, al menos, como los jóvenes estudiantes y literatos que ya descuellan y no se hunden en los miasmas de la “cultura”.
Hoy –todos ellos, los mencionados aristócratas del espíritu- son ¿o somos?, vistos con desdén, como quien ve al demonio de la sangre azul, cuando lo que nosotros sostenemos es que sólo un hombre superior (que no sea el común de la democracia) puede tomar de la mano a la masa (si es que ésta lo permite en su superioridad enteca y lábil hundida en su rutinaria vida de las redes sociales) para acercarla a la élite.
Dice Federico Nietzsche, en “Así hablaba Zaratustra”, del hombre superior:
“La primera vez que fui a los hombres cometí la estupidez propia de los que han vivido en soledad, la grande estupidez de hablar en la plaza pública”.
“Y hablando a todos no hablé a nadie. A la noche mis compañeros fueron volatineros y cadáveres; y poco faltó para que yo mismo fuera cadáver”.
“Mas al despuntar el nuevo día se me reveló nueva verdad: entonces aprendí a decir: ¡qué me importa la plaza y la plebe y el bullicio de la plebe y las orejas largas de la plebe”.
“Hombres superiores, aprended de mi esta lección: en la plaza nadie cree en hombres superiores. Y si os empeñáis en hablar allí, daos el gusto. Pero la plebe dice guiñando un ojo: Todos somos iguales: la democracia. Hombre es hombre. Ante Dios todos somos iguales”.
“Ante Dios. Pero este Dios ha muerto. Mas ante la plebe no queremos ser iguales. ¡Hombres superiores, no vayáis a la plaza!
Yo me pregunto si lleva razón el padre de “Más allá del bien y del mal” al decir que hablar en la plaza es una estupidez… Los medios masivos de comunicación y tal vez las redes sociales son un ejemplo de lo que pudo haber sido ayer (en la stoa verbi gracia) haber discutido o pronunciado discursos en el atrio, en la plaza abierta de la democracia, esto es, en el ámbito más amplio de lo popular.
La astenia de la muchedumbre es tal que prefiere interpretar -con desidia- lo primero que se le viene a la mente que hacer, en cambio, un esfuerzo singular para aprender a fondo lo que se le señala. Y entonces condena, escupe y vitupera a partir de la primera majadería que se le ocurre y desprecia al mejor preparado amparándose en la democracia –en la que todos somos iguales: masa- cuando acaso despunta -de cuando en vez- un hombre solitario que lo derriba todo para volverlo a erguir: Zaratustra.