Por el método y la vía que sea: el poema, la novela confesional, el psicoanálisis o el autoanálisis (el famoso conócete a ti mismo) derribar la rotunda y contundente pared que guarda la bóveda del inconsciente (murallón que ya he dicho alguna vez que se conoce como resistencia) es siempre un paso y un esfuerzo muy doloroso y cuyo logro –hasta ver luz- puede durar meses o años.
Freud define el inconsciente como aquella parte de nuestra persona donde se acumulan y rezagan olvidadas las zonas, partes y hechos traumáticos que el humano no quiere recordar, porque su juez moral internalizado (su superego o consciente o tal vez conciencia) rechaza, déspota, y señala avergonzado. Este depósito o caverna está en íntima coyuntura y ligazón con las emociones y los instintos porque los hechos que avergüenzan al “juez” se derivan de pulsiones “instintuales” (ira y eros) o de emociones y afectos que la cultura ordena coerción sobre ellos.
Jung define más ampliamente lo inconsciente y en el fondo quizá esté más conectado su concepto de tal, con las doctrinas de Schopenhauer y de Nietzsche. Se trata también en Jung de una caverna oculta y cubierta por un muro muy resistente (la resistencia). Pero en la que no solamente yacen y subyacen los hechos vergonzosos y prohibidos que hemos cometido cual pecados en nuestra vida (a juicio del gran juez internalizado) sino también residen informaciones, maneras de ser y hasta conocimientos heredados filogenética y ontogenéticamente. Dicho en palabras más sencillas, allí está y reside toda nuestra “historia animal” e “instintual” que a veces para bien y a veces para mal dejamos irrumpir en ocasiones tontamente y en otras inteligente y con sensibilidad.
Por siglos y merced a las religiones occidentales tan coercitivas y anuladoras, se creyó y se afirmó –sin discusión- que todo cuanto estuviese, guardado, encarcelado y olvidado en el inconsciente (freudiano o jungiano) era mejor que allí quedara pues toda manifestación suya tenía que ver más bien con el demonio y con el mal.
Sin embargo, el hombre cree y duda. Quizá esa capacidad contradictoria sea lo que lo hace evolucionar. Y así como aceptó (hasta el romanticismo, con ligeras excepciones y manifestaciones anteriores) que el inconsciente (aunque no lo llamara ni lo conociera con ese nombre) debía quedar oculto y sepultado (y merecer vergüenza y oprobio por lo que contenía en un momento dado) penetró la duda de que si todo lo que se sepultaba allí era malo y tenía que ver con el demonio o –por el contrario- era en cierto sentido bueno (en la medida en que en ese lugar reside y se oculta amordazada asimismo la energía de la vida) esto es y correspondería al “elán” vital de Bergson y la voluntad de vivir y poder de Schopenhauer y de Nietzsche. Es decir, los instintos o sea la esencia de la especie. Residencia, entonces del bien y del mal.
Por medio de estas reflexiones y dudas se comenzó a plantear la posibilidad (ora por vía estética ora por vía científica) si limpiar y purgar aquella caverna (y meterle violentamente luz para ello) no sería provechoso de muchos modos. Tanto para provocar una catarsis al hombre como para llegar a zonas del conocimiento (y de la teoría del conocimiento) muy débilmente iluminadas hasta entonces.
Fue -de todo ello- que devino el nacimiento de lo que llamé “novela de lo inconsciente” o sea el camino y la búsqueda narrativa que intenta irrumpir –libre- en lo más íntimo de la persona. Proceso que, como extirpar un tumor o un tumefacto absceso a flor de piel, siempre es un acontecimiento terrible. Pero ¡no cabe duda!, ofrecedor y prometedor de niveles de conocimiento (en torno a la psicología humana) quizá jamás sospechados
De ahí que sentarse a redactar una novela confesional de lo inconsciente sea tan trepidante como tenderse en el diván del psicoanalista. Porque de inmediato se instala la resistencia. Es decir, el vicario y cancerbero del terrible juez.